La masiva aceptación popular y consiguiente neutralización mercantilista del mal llamado “sello Sundance” ha traído emparejada la aparición cada año de un manojo de títulos que se limitan a aplicar una fórmula para buscar el cálido beneplácito de un público siempre ávido de identificación con sus personajes, por manidos que puedan resultar muchos de sus esquemas. La concienzuda carrera de Yo, él y Raquel, desde su recibimiento en el certamen apadrinado por Robert Redford hasta su presente proyección en San Sebastián y más que posible futuro en la temporada de premios norteamericana, parece encauzada a situar el segundo largometraje del texano Alfonso Gómez-Rejón como una de las sensaciones del año en el circuito.
Su premisa puede correr el riesgo de espantar a no pocos cinéfilos, hastiados por esa superpoblación de adolescentes retraídos cuyo mundo vuelca al encontrar una inesperada luz femenina. Si uno observa que en la ecuación aparece además la fatalidad en forma de cáncer, el terreno queda tan peligrosamente abonado para el amable éxtasis emocional que conceder una nueva oportunidad puede antojarse una temeridad para los poco adeptos a la corriente. Pero Rejón, formado como asistente de Alejandro González-Iñárritu y en la dirección de episodios de series como Glee o American Horror Story, nos regala aquí una valiosa demostración de que la funcionalidad en la autoría de la dramedia adolescente de turno no tiene por qué estar reñida con valores como la imaginación o el talento visual.
Los primeros instantes de Yo, él y Raquel, crónica en primera persona de la narración en la que el joven ‹outsider› Greg registra en la ficción su especial relación con la moribunda Rachel del título español —dudosísima traducción del original Me, Earl and the Dying Girl—, parecen confirmar algunos de los temores citados: un póster de Los 400 golpes por aquí, un juego de palabras con un grupo ‹indie› por allá. Pero, secuencia tras secuencia, la propia dirección de Rejón evidencia que sus intereses van más en la línea del entrañable Michel Gondry cómico de Rebobine, por favor que de la moralista pose del Jason Reitman de Juno. Su cinefilia late tras las líneas del eficaz guión de Jesse Andrews, no tanto por las inquietudes de los protagonistas como por el modo en que están plasmadas en pantalla, logro en el que también tiene que ver la labor fotográfica de Chung Chung-hoon —colaborador habitual de Park Chan-wook—.
Al estilo de Jack Black y Mos Def en la mencionada obra de Gondry, la principal actividad de Greg y su amigo Earl está focalizada en la producción artesanal de sus propias versiones de las películas que les han marcado: al contrario que allí, y por culpa de la influyente cinefilia del padre de Greg, no se trata tanto de un cine de masas como de grandes éxitos de autor. The Seven Seals, Citizen Cane o Death in Tennis (!) son algunas de sus versiones, orientadas al autoconsumo hasta que la forzosa misión de trabar amistad con la enferma Rachel se interpone en el camino del protagonista. La voz en off de este último se encarga de advertir, en momentos puntuales, que la aventura no va a seguir los senderos habituales y compasivos de una historia de amor adolescente: se trata de pura amistad, escarpada y finalmente transformadora.
Del mismo modo que los personajes principales tratan de huir de la misericordia al hablar del mal que aqueja a Rachel, el guión aporta una sana y natural capa de humor sobre su tratamiento. Incluso al llegar al inevitable y temido desenlace de su estructura, con bastante el tramo en el que se siente mucho más orientada a otorgar un cierre complaciente que a brillar en el plano cinematográfico, el manantial de sensiblería se presenta bastante menos caudaloso de lo previsible y cada decisión calculada deja una ventana abierta a la autenticidad de los sentimientos. Situándose muy por encima de esa puntual vocación de pelotazo de temporada, Yo, él y Raquel exuda ese intangible tan codiciado llamado encanto.