La nueva obra del británico Ben Rivers, de título tan largo como poético y trasfondo profundamente enigmático, permanece fiel a las principales constantes creativas de su autor, esto es, una querencia evidente por los ritmos pausados y contemplativos, y una necesidad de trastocar estructural y genéricamente las normas del cine convencional a través de una libertad narrativa muy propia de los parámetros experimentales en los que se mueve el cineasta. De este modo, lo que empieza casi como una especie de ‹making of› en clave autista y sui generis de una película sin nombre (en la línea del Cuadecuc, vampir de Pere Portabella, pero sin su salvaje aliento poético y con mayor empeño reflexivo), vira mediado el metraje hacia territorios pesadillescos de pura y dura ficción, entroncando espiritualmente con títulos como Deliverance o Southern Comfort. La operación, que juega con la combinación de tonos (del verismo documental inicial a la ensoñación cuasi onírica del final), conserva, no obstante, la esencia del cine de Rivers, que podríamos identificar con el impacto del individuo en el paisaje y viceversa. Si en Two years at sea, Rivers filmaba el estado de comunión entre el individuo y la naturaleza, en The sky trembles… filma algo parecido pero en clave de turbio thriller psicológico: este vez, el individuo, ajeno al territorio que lo contiene (la geografía árida y surreal del desierto marroquí), se ve violentamente integrado dentro del mismo, hasta el punto de casi transfigurarse en tótem mudo de una tierra y un lugar que no conoce.
La violencia y el conflicto son partes clave en la nueva ficción de Rivers. Pese a su ambigüedad, The sky trembles… permite algunos niveles de lectura que tienen que ver precisamente con el choque violento que se produce entre lo genuino y lo viciado, o entre la pureza de una realidad (geográfica, cultural, humana) y su apropiación y manipulación por parte de Occidente. Estirando el chicle del conflicto, casi asistimos a una colisión entre lo civilizado y lo salvaje, dentro de un planteamiento argumental que, en tiempos de creciente islamofobia, deviene bastante incómodo y osado. Como si de una sátira alucinada (que roza en su tono el ‹fantastique›) sobre el rencor hacia las formas de espectáculo occidentales se tratara, el film de Rivers expone la odisea de ese director de cine convertido en bufón de forma cruda, sin preocuparse de dar explicaciones ni de subrayar la naturaleza de su denuncia (o, aún más, sin especificar si hay denuncia o si simplemente estamos ante una pesadilla abstracta como lo fuera Los pájaros, de Hitchcock). Esto hace de la película un ente particularmente extraño y desafiante, si bien sobre él no deja de planear la sombra del cálculo y la impostura, de una cierta gratuidad (para servidor, bastante presente en el cine del británico) manejada con habilidad para revestir lo superfluo de un tono ‹arty› que disimule la verdadera falta de profundidad de la propuesta.
Rivers, que es un director que sabe innegablemente cómo y dónde colocar una cámara y crear con ello imágenes de sugestiva y turbia belleza, trabaja siempre sobre grandes aspiraciones artísticas que, llegada la hora de la verdad, no hacen más que poner en evidencia sus numerosas limitaciones. En The sky trembles… vuelve a suceder. La fascinación de su errático discurrir, así como el poderío de algunas de sus imágenes, no pueden ocultar la falta de ideas de su director, que a menudo se limita a reiterar escenas o dilatar tiempos y acciones sin un propósito estético y narrativo claro. De este modo, el tono de pesadilla que insufla a la narración en su segunda mitad se va diluyendo hasta dejar paso al desinterés, cuando no directamente al tedio. Si en algún momento la cinta trajo a la memoria aquella gran anomalía poética que fue el Fata Morgana de Werner Herzog, pronto la posibilidad de estar ante una fuerza de lirismo e intenciones equiparables se desvanece y lo que queda, si bien en parte valioso, es cine valiente y libertario pero algo corto en su verdadero alcance artístico. Afortunadamente, la belleza plástica de sus imágenes (fotografiadas exquisitamente por el propio Rivers) y su hermético entramado conceptual y narrativo se imponen a otras carencias y hacen de la película una experiencia quizás no fácil, pero sí, sin duda, estimulante, además de generar jugosos debates a la salida del cine.