Dobleces. Contrastes. Campo, ciudad, juventud y vejez. Dos realidades aparentemente contrapuestas y un juego especular al que presuntamente juega Uncle John. Porque de presunciones precisamente va la cosa, de presuntas modernidades, presuntas relaciones y presuntas culpabilidades.
Hay dos historias, dos mundos que nunca parece que puedan llegar a confluir, dos tramas paralelas tan estética y argumentalmente desconectadas que mueven, hasta cierto punto, al desconcierto. Pero hay miradas de reojo, incomprensiones manifiestas y malentendidos en cierto modo provocados que sobrevuelan las dos escenas.
Poco importa que se trate de un asesinato o de relaciones laborales, del árido ambiente reflejo en un sol cegador o de la fría asepsis de una oficina. De lo que se trata es de dibujar una línea perpendicular entre las barras paralelas temáticas. Una suerte de camino sembrado del alambre de espinas de la desconfianza, de la suspicacia infundada o no.
Porque lo que trae a colación Uncle John, no es solo el daño que puede crear el rumor, sino la permanencia en la superficie del mismo. Cierto, John puede ser culpable de aquello de lo que se le acusa pero, ¿quién se pregunta por los motivos? La respuesta está en una nada miedosa que se expresa en el retrato de lugareños erráticos en no parajes de una no tierra. Comportamiento que tiene su reflejo en los urbanitas miedosos, en huida permanente ante los problemas vividos.
Un escape que nos lleva a una suerte de anticlímax. De pseudo-resolución de alguno de los misterios. Al encuentro de los dos mundos. Una reunión que no actúa como colisión dramática sino como disparadero verdadero de lo que se viene encima. Precisamente en la ausencia de choques brutales, en el dramatismo de fondo es donde Steven Piet, director de la cinta, pone toda la carne en el asador.
De lo que se trata es dejar quemar, asarse lentamente la historia; en un ‹background› de elipsis infinitas, en fueras de campo solo perceptibles vía intuición es donde habita toda una galaxia que gira sin parar alrededor de las vicisitudes del protagonista. Una auténtica lluvia de circunstancias que lejos de atenuar la culpa de sus actos parecen golpearle sin cesar. Y cada golpe es una muesca de expresión, y cada muesca una señal más que genera otro dedo acusador.
Sí, Uncle John va de venganzas, y también de espirales infinitas de sospecha. De ‹travellings› pausados hacia el origen del propio recurso. Todo en el film está planificado para ponernos en la función no de mero espectador sino más bien de detective privado. Obligándonos a pensar, a resolver, a dirimir la justicia de lo visto y de la veracidad de lo elidido.
Steven Piet no sitúa en el fondo en una suerte de pieza ‹slow› “hitchcokiana” donde no importa tanto el ‹whodunnit› sino el suspense propio de las consecuencias que acarreará el crimen. Una investigación que va del acto primario a las entrañas psicológicas de los personajes. Desbordándolos por lo lateral en la subtrama y presionándolos con la claridad de un primer plano frontal. Las arrugas de expresión del tío John frente a la excursión semi-huidiza de su sobrino Ben. Y el mismo miedo en sus ojos. Dos caras del mismo desasosiego que Uncle John pretende transmitir. Y a fe que lo hace.