Los mayores logros de Susanne Bier deben su prestigio al hecho de conseguir sortear el camino del culebrón en beneficio a la complejidad de sus personajes y a la profundidad de su discurso. Porque la práctica totalidad de su filmografía se centra en historias hasta cierto punto retorcidas, siendo uno de sus temas recurrentes la interrupción de la rutina (no necesariamente convencional: recordemos los activistas interpretados por Mads Mikkelsen en Después de la boda y Mikael Persbrand en En un mundo mejor) debido a una fatalidad o al descubrimiento de algún hecho significativo relacionado con la identidad personal. Pensemos en la “muerte” de Michael (Ulrich Thomsen) en Hermanos, que deja viuda a su esposa y huérfanas a sus dos hijas, o en el descubrimiento de una hija desconocida por parte de Jacob (Mads Mikkelsen) en Después de la boda o el accidente que sufre el primogénito del médico altruista Anton (Mikael Persbrand) en En un mundo mejor. Todos ellos puntos de partida tendientes al panfleto y al culebrón, pero que la directora danesa logra revertir para plantear reflexiones francamente estimulantes.
Y lo más sorprendente es que casi siempre consigue este (buen) resultado dotando al guión de una vuelta de tuerca más. De ahí la importancia que tienen los giros argumentales en la filmografía de Susanne Bier, pues con ellos la directora practica un doble juego: sumar profundidad a sus personajes y al mismo tiempo incrementar el interés de su relato. En Hermanos, por ejemplo, Michael resultaba seguir vivo después de todo, hecho que re-escribía el conflicto de superación planteado en torno a su familia (mujer, hijas y hermano, este último enamorado de la primera) mientras que añadía complejidad al personaje “resucitado”, quien encontraba en su hogar un mundo (re)construido a partir de su ausencia. Algo parecido sucedía con Después de la boda, en donde Jacob se daba cuenta de que la oferta del multimillonario Jorgen, gracias a la cual podía salvar su escuela (situada en una de las ciudades más pobres de la India en donde impartía clases de forma casi desinteresada), escondía en realidad una sincera voluntad de redención motivada por una enfermedad terminal. Con estos giros la directora juega además a desorientarnos respecto a cuál es la auténtica premisa en base a la que gira su historia.
Mucho de lo mencionado está, y en general para bien, en la nueva película de Susanne Bier, Una segunda oportunidad. Y digo en general porque esta vez sí parece haberle costado un poco sortear la “tendencia culebronesca” (por otra parte, tan común en su cine). En cualquier caso, se trata de un pequeño bache que no se debe tanto a una mala gestión de la puesta en escena o al tratamiento de lo narrado (ambos aspectos bastante notables) como a la propia naturaleza del guión. Es decir, la premisa que sirve de punto de partida esta vez resulta, por rocambolesco, algo difícil de creer. De ahí que en su inicio la película parezca decantarse hacia el terreno del culebrón más que en otras ocasiones… al menos hasta que un acertado giro (como dijimos, fiel recurso de la directora) logra desviar nuestra atención hacia un terreno mucho más interesante. Nuevamente Bier logra rehuir la recreación y el exhibicionismo para demostrar que detrás del (retorcido) planteamiento de su trabajo se esconde un objetivo que se aleja de lo previsible. Y una vez establecida esta nueva premisa, todo va para mejor.
Más allá de los mencionados giros, esta capacidad de sortear la pornografía emocional de la que tan a menudo hace gala Susanne Bier se debe a un aspecto formal igualmente reconocible en su filmografía. Me refiero a esta frialdad que tanto se nutre de la época en que un conjunto de colegas borrachos fundaron el ya clásico movimiento Dogma 95, un movimiento que, por más que agotado, aún contamina (en el mejor de los sentidos) el estilo de algunos de sus creadores (véanse los casos de La Caza de Vinterbetg, Nymphomaniac de von Trier y sin ir más lejos, la película que nos ocupa en el caso de Bier). Hablo de esta cámara en mano que se mueve con desenvoltura, ajena a juicios morales, casi un personaje más. Hablo de este montaje preocupado por ir al grano, nada monótono y siempre buscando sumar. Hablo de este tipo de encuadres que oscilan entre lo estético y lo realista, buscando una belleza que no resulte prefabricada. Elementos como estos ayudan a que la talentosa directora exponga una nueva tesis sobre sus temas habituales: redención, amistad, familia y el delicado equilibrio que requiere mantener la ética al tiempo que se reivindica el bienestar personal.