Un día, revisando la prensa, encuentras una revista con una foto en primerísimo plano de un joven con el pelo desaliñado, la mirada clara y lo que parece una falta absoluta de ese momento tan tópico padre-hijo en el que le enseñan a uno a afeitarse y ser un hombre. No, no es barba lo que asoma, es la percepción de ausencia de vello facial. Es Jonás Trueba, poniendo cara al éxito de su film, hasta ahora itinerante, Los exiliados románticos. Tal vez sea hora de borrar corazones y poner puntos sobre las íes.
Las sillas musicales.
Aterrizar en el Festival de Cinema d’Autor de Barcelona, y tras un breve encuentro entre cinéfilos, amigos y demás, comenzar el festival con aquel a quien todos quisieron denominar Jonasito. Alguien me informa que sus películas le han provocado hasta ahora cierta zozobra, pero que entra dentro de mi perfil (que suele ser «todo vale, todo ok»). Somos muchos, así que toca disgregar al grupo dando un nuevo sentido a la palabra expectativa. Unos sólo quieren amar loca y físicamente al director, otros se muestran escépticos, pero van con la mente abierta, algunos como desconocedores de la intención de su cine son mas indecisos sobre cómo posicionarse ante el pánico que supone la reacción del compañero de butaca (el síndrome del palomitero). Al final queda un pequeño sector con una nube negra sobre sus cabezas cerca de la salida y el resto centrado, pero todos por norma general con el modo esponja activado.
Cuéntame más, Jonás.
Nosotros en las butacas rojas, y el director junto a una de sus actrices, encajando su historia en un entorno, un sentido estético, una intencionalidad… aunque sólo alcanzo a comprender algo sobre un reto, de esa muchacha hacia él, una excusa para subirse al carro del cine una vez más entre amigos.
Pero claro, las luces se desvanecen y la película da comienzo. Tres en la carretera dispuestos a cruzar fronteras con alguna intención. Todo normal hasta que hay una escena en que entablan una conversación con traducción simultánea que no concibo. En la sala se oyen carcajadas mientras esto sucede. No lo entiendo. Escenas similares se repiten, las risas van en aumento y concluyo que, o no vemos la misma película o, como sospecho, hay un kit de risas enlatadas para aderezar la vida real —todo evoluciona, ¿no?—.
Esto me hace pensar en una película avestruz, que tras unos cuantos picotazos, metiendo la cabeza en una oquedad, todo quedaría más claro, pero en su avance por la enjundia de la juventud y su inconstancia decisiva ante las relaciones personales, parece que me convence más la no-película, una serie de acontecimientos dispersos que no consiguen conectar en un fin común, pero que tampoco resultan como entidad propia; que en vez de soplo revitalizante o angustia estomacal, es una secuencia de cosas que enumerar hasta el fin.
Aunque al final dudas de su existencia.
Aunque con el tiempo, olvidarás su presencia.
Conste que entiendo que guste la película, una mayoría de la sala reaccionaba con gusto al ritmo de los sucesos, pero no pude más que sentirme discriminada por no provocarme absolutamente nada más allá del desprecio. Las películas suelen atacar al cerebro o a las entrañas, y más cuando su supuesto tema principal es el amor y los daños colaterales livianos, pero cuando lo que moviliza son mis pies, es una mala señal, porque intenté sin éxito atravesar la barrera al infierno, también conocida como enmoquetado de cine. Puede que la culpa fuera mía, debí sentarme en el lado izquierdo y así Jonasito tal vez sería amiguito.
Porque se relacionan entre ellos (todos), hacen el ridículo (intencionado), comen queso, beben vino, suena música, y llega un momento en el que esperas que la persecución musical de Tulsa acabe con Miren Iza blandiendo el hacha y salpicando de rojo la pantalla para que todo tenga un nuevo enfoque realmente provocador. Pero no esta nadería.
Así que yo me arriesgo y uno mi voz a las alabanzas generales, confirmando que es fresca (hay mucho metraje al aire libre), adulta (todos los implicados son mayores de edad), espontánea (la falta de guión premeditada se abre paso a cada momento, los demás lo reían desde latas, como antes comenté) e innovadora (espera, no, por ahí sí que no paso, hay muchos «Godards» emulando bailes pero el nivel de evocación de Trueba se me antojaba más un robo a la supuesta libertad expresiva en imágenes de su adorada época de la Nouvelle Vague que un paso adelante con pinceladas de homenaje).
Entre múltiples rótulos, en el trailer uno reza «dirigida sobre la marcha por Jonás Trueba». La carretera es amplia y eterna, igual nos cruzamos de nuevo, con ilusiones renovadas, aunque no me esperes en un cine de verano para rememorar esta experiencia más allá de los alicientes anecdóticos.
Estafas estéticas con fondos anaranjados.