Hace ya más de dos años que nos dejó Nagisa Ôshima, una de esas figuras clave que revolucionaron el arte cinematográfico en el lejano oriente a lo largo de las décadas de los sesenta y setenta. Y es que sin la aportación radical, arriesgada y animal de este maestro, no me cabe duda que el cine japonés sería drásticamente distinto del que conocemos en la actualidad. Ello obedece a que Ôshima fue, junto con una generación irrepetible de cineastas entre los que se incluyen nombres tan esenciales como los de Shōhei Imamura, Masahiro Shinoda, Yasuzo Masumura, Yoshishige Yoshida o Hiroshi Teshigahara, el padre del cine japonés moderno. Su capacidad innata para la provocación así como para la absorción de las inquietudes presentes en una juventud rebelde que escupía su rabia contra todo lo que oliese a convencional permitió al autor de El imperio de los sentidos radiografiar los cambios experimentados por esa sociedad japonesa de posguerra contaminada por el veneno del capitalismo más salvaje devorador de tradiciones, pero también de ese temperamento solidario y humanista inherente al ciudadano oriental, puesto que algunas de las obras más hipnóticas y sediciosas del cine japonés de todos los tiempos llevan estampada la firma de Ôshima en su simiente. A modo de ejemplo cintas como Noche y niebla en Japón, Historias crueles de juventud, Los placeres de la carne, Diario de un ladrón de Shinjuku o El ahorcamiento son parte integrante por méritos propios de la historia de ese cine nipón políticamente incorrecto filmado con unas claras pretensiones de alteración de conciencias en un sentido social y político, punto que resulta imposible hallar en el acomodado mundillo cinematográfico contemporáneo.
Sin embargo el ruido que acompañó la carrera de este maestro tornó en silencio el día de su muerte. Y es que incluso en los medios especializados en cine en España, el deceso de Ôshima pasó de puntillas como si de un Don Nadie se tratara. Hecho que no deja de ser llamativo. Porque en nuestro país hace tan solo veinticinco años el único cine japonés que llegaba al mercado se concentraba exclusivamente en las obras de Akira Kurosawa y de Nagisa Ôshima. Cineastas como Yasujiro Ozu, Masaki Kobayashi, Kenji Mizoguchi y ya no digamos los coétanos de Ôshima que hemos mencionado en el primer párrafo eran unos perfectos desconocidos entre aquellos que tenían a bien autodenominarse como cinéfilos —tan solo venerados por la minúscula esfera de especialistas y profesionales del séptimo arte dado que la ausencia de internet y del DVD convertía en una quimera la contemplación de la mayor parte de las obras de estos maestros—. De este modo, el cinéfilo español debe a la aportación pionera del autor de La ceremonia la popularidad que goza en nuestros días el cine originario del lejano oriente. Creo que la aceptación que disfrutan estos últimos autores nipones, existe esa maldita querencia que tenemos todos de alabar lo novedoso para menospreciar lo que ya conocemos, condenó a Ôshima a un inmerecido destierro. Injusto no por el hecho de erigirse como un pionero, sino que fundamentalmente en virtud de la espléndida trayectoria cinematográfica de un cineasta que construyó en la década de los sesenta alguna de las piezas más fascinantes de la historia del cine de todos los tiempos y geografías, siendo estas obras paradójicamente las menos visitadas de un Ôshima marcado por el escándalo que supuso El imperio de los sentidos y su posterior contestación refinada en El imperio de la pasión.
En esta línea hemos decidido rescatar una de esas obras complejas, heterodoxas y temerarias que adornaron la filmografía del maestro en su época de esplendor. Así, Murió después de la guerra se alza como una obra inclasificable, extraña e hipnótica. Una cinta que se construye como una especie de rompecabezas amorfo donde no cabe hueco para la lógica. Es decir, una de esas obras caóticas que esconden sus respuestas y razón de ser precisamente en su irracionalidad y sinsentido. Porque ésta es una película que mantiene intacto su contenido y su forma sin que el paso del tiempo haya causado ningún efecto pernicioso en su interior. De igual modo he de advertir que Murió después de la guerra no es una película apta para todos los públicos. No. La misma requiere un espectador comprometido con la propuesta disidente y enigmática planteada por Ôshima. Un planteamiento que huye de la linealidad y de ese discurso sensato con el que se construye el cine más convencional. Puesto que ésta es una cinta sensorial donde las poderosas imágenes que brotan de la pantalla conquistan cualquier intento de hilo conceptual clásico. Y este es un punto que marca la diferencia, ya que frente a ciertos films que también apuestan por la imagen y la metáfora como referencias expresivas y que terminan cayendo en una horripilante espiral forjada a base de pedantería en virtud del ego que devora a sus creadores, el envite jugado por Ôshima funciona sin fisuras en Murió después de la guerra, gracias a una clara intención que manifiesta la disyuntiva narrativa entre creación innovadora frente a la rutinaria descripción de hechos y acontecimientos que incluso brota del guión conversado por los personajes a través de un acalorado debate inserto en el metraje del film. Perfilando de este modo un intrincado tinglado que desprende un certero lienzo alrededor de esa generación de desorientados e inquietos jóvenes japoneses criados en los convulsos años sesenta.
Nos hallamos pues ante una obra consistente y consecuente con el temperamento de su autor. En este sentido Ôshima dio rienda suelta a su inspirado talento para construir atmósferas malsanas repletas de simbolismo haciendo gala de una puesta en escena ostentosa y barroca perfilada con la precisión milimétrica que se exige a un cirujano empleando recargados ángulos y perspectivas no exentas de ciertos recursos muy en boga en aquella época como esos movimientos quebrados que impone el hecho de filmar con la cámara al hombro con el propósito de querer irradiar ese realismo esquizofrénico imperante en la sociedad de aquellos años. O ese deseo por recrear escenarios periodísticos inyectando en el seno del montaje tomas de origen documental como esas fascinantes escenas de las manifestaciones estudiantiles reprimidas por beligerantes anti-disturbios que ofrecerán un testimonio de primer nivel del contexto social y político por el que se mueve la trama ideada por el autor de Feliz Navidad Mr. Lawrence.
La película va desgranando su argumento de un modo azaroso, casi surrealista. Así la cinta arranca con una secuencia rodada con cámara subjetiva. De este modo oiremos los gritos de un estudiante (Shoichi) refutando la actitud de su acompañante poseedor de la cámara cuyo objetivo adquiere la forma de nuestros ojos, instando a su dueño que retorne a su compañía y deje de huir corriendo a un lugar en principio desconocido. Pero de repente la persecución cesará de forma abrupta dando paso al rostro del protagonista, un joven colegial integrante de un grupo anarco-comunista que tratará de encontrar entre la muchedumbre a su extraño y huidizo compinche de fatigas. Ambos se dirigían a una manifestación de protesta universitaria con el pensamiento de grabar una película documental, pero este fácil objetivo se romperá por motivo de la fuga de ese cámara desconocido.
Oteando el horizonte, Shoichi advertirá la estampa de su cómplice en una azotea. Pero algo sucederá de repente fuera de campo. Así, observaremos a un grupo de personas concentradas en la acera que sustenta el edificio donde se hallaba el cámara. Percibiremos el cuerpo inerte de un muchacho rodeado de sangre. Un suicidio parece haber sido la causa. ¿Cuál habrá sido el motivo de este sacrificio? Pero Shoichi no prestará atención al cuerpo de su colega, sino que se acercará al escenario del crimen para capturar la cámara que colgaba del hombre muerto, huyendo acto seguido de la policía. Capturado por los agentes policiales, que incautaran inicialmente el material gráfico que había grabado el difunto en su evasión, nuestro héroe se reunirá con sus compañeros anarquistas con los que iniciará una intensa discusión política de profunda ideología revolucionaria, así como sobre el poder que la imagen y el cine ostentan para remover conciencias en un sentido social. Pero algo extraño se huele en el ambiente. Y es que Shoichi comenzará a experimentar una especie de metamorfosis mimetizándose con la figura del fallecido que parece solo existir en su enfermiza mente. Así, iniciará (o retomará) una relación con una hermosa joven militante del mismo grupo estudiantil y antigua novia del camarada extinto, abordando igualmente la grabación de una especie de película documental que había empezado a filmar el difunto.
A partir de este momento la cinta se moverá en el marco de la irrealidad, pues todos los indicios apuntarán que la existencia del personaje que advertimos se tiró desde la azotea del edificio es más que difusa. Este individuo parece corresponderse con la estampa de Shoichi. ¿Será todo fruto de la mente ponzoñosa y esquizofrénica de un grupo estudiantil cuya utopía ha tornado en demencia? ¿Quién se escondía tras la figura, ya que el rostro no se desvelará hasta el final, de ese cuerpo inerte que yacía en el suelo muerto al lado de esa cámara que adopta la forma de un ente vampírico que absorbe la aquiescencia de todo aquel que ose poseerla?
Murió después de la guerra se destapa como un retrato político, generacional y cinematográfico de valor incalculable. No solo por el increíble vestido nihilista y psicológico que Ôshima osó tejer, sino que igualmente gracias a ese aparente espíritu azaroso que ostenta el film que acabará derrotando en un puzzle donde todo tiene un sentido ilógico desde la más pura confusión irracional. Ôshima bosqueja una peligrosa ruleta rusa con el rostro de un compendio que aglutina los miedos, derrotas y fracasos inherentes en una generación guiada por el reloj del desconcierto y la falta de referencias. Embrollo que el maestro se encargará de plasmar mediante la aniquilación de todo símbolo clásico vertiendo pues la sustancia que engloba los aromas del film hacia unos conceptos no sometidos a la rigidez de los dogmas que vertebran el cine comercial. Porque esta es una cinta articulada en base a un discurso subversivo que admite múltiples explicaciones todas ellas seguramente válidas. Siendo pues esta ausencia de coherencia el marco perfecto para aturdir a esos espectadores que no aspiran a llegar más allá del propio envoltorio externo, y a su vez, el punto esencial que transforma a la cinta en un viaje alucinante y alucinógeno construido para alterar conciencias. Porque Murió después de la guerra ofrece todo el repertorio artístico de un genio del séptimo arte, revolucionario y agitador, que merece un pedestal en el Olimpo de los autores que removieron los cimientos de la narrativa cinematográfica. Un cineasta responsable del nacimiento de ese cine que hoy tiene a bien catalogarse como de arte y ensayo. Y es que podemos comparar Murió después de la guerra con ese Arrebato de Zulueta en virtud de esa muestra de infección venenosa presente en ambos films que permite exhibir las paranoias, pesadillas, filias y ofuscaciones de dos autores contaminados por ese virus empleado como instrumento de redención y fuente de placer frente a esas fobias que atenazan la existencia humana denominado cine. ¿Se atreven a cruzar este laberinto diseñado por Ôshima?
Todo modo de amor al cine.