Que llegue a la cartelera española la última película de Al Pacino es ya de por sí un hecho que merece la pena ser reseñado. Porque si bien la carrera de esta leyenda viva del séptimo arte ha viajado un tanto a la deriva en los últimos quince años, a uno siempre le queda la esperanza de poder contemplar ese último fogonazo de genialidad que seguro tiene guardado en la recámara el que para un servidor es sin duda uno de los cinco mejores actores estadounidenses de todos los tiempos. A esto se une, pese al horroroso cartel diseñado para promocionar la película, la expectativa que genera que detrás de la cámara se sitúe uno de los directores más interesantes del cine independiente americano: David Gordon Green. Pero por desgracia Señor Manglehorn no se ha destapado como esa película capaz de marcar un punto de inflexión en la decadente trayectoria reciente de Pacino.
Y es que Señor Manglehorn es uno de esos ejemplos que abundan en el cine contemporáneo americano que se definen por su desorden y falta de rigor narrativo. De este modo, la cinta arranca con un hilo muy atractivo gracias a una hipnótica escena nocturna que perfilará la anodina existencia de A.J. Manglehorn (Al Pacino), un veterano ex-entrenador de baseball del que poco conocemos de su pasado, que paseará su decadencia regentando un decrépito negocio de cerrajería. Así, mediante una narración epistolar que abusa un tanto de la voz en off de Pacino, el autor de Joe dará muestras de su total fascinación por el intérprete de El Padrino al que otorgará el protagonismo absoluto de su obra, independientemente de si esto es lo que necesita el guión del film para inyectar gotas de coherencia en su desarrollo.
En esta línea, Pacino sacará a la luz en los primeros compases del film un personaje que muy bien podría haber surgido del imaginario del novelista Jim Thompson. Un ser huraño, desaliñado, solitario, sociópata, deprimente y aislado de todo contacto con el resto de la sociedad. Únicamente el cariñoso gato que convive con Manglehorn segregará los escasos alientos humanos que a duras penas brotan de este antipático individuo. La vida pues parece carecer de sentido para un Manglehorn incapaz de hallar su sitio en una comunidad extraña e individualista que aparta de su seno a esos outsiders que se resisten a seguir las líneas marcadas por esa mayoría enclaustrada en la economía del éxito y las apariencias. Y es que a pesar de los infructuosos intentos adoptados por el cerrajero con objeto de retomar el contacto con su ambicioso hijo, así como sus impulsos para encender la llama del amor con una empleada de banco (interpretada por una desaprovechadísima Holly Hunter que ni si quiera tendrá tiempo para cumplir el expediente), Manglehorn optará por seguir ensimismado y por tanto condenado a un destierro consciente marcado por la ausencia de expectativas. Quizás la mejor opción para evitar el dolor y el tormento que infringe en las entrañas de las personas sensibles esa desconfianza crónica en el ser humano.
Hasta aquí el planteamiento no podría ser más seductor. Pero, el resultando se advierte claramente defectuoso. Y es que la cinta no terminar de definir su propuesta de forma clara. Puesto que si bien en un principio el film parece derrotar hacia un drama nihilista, finalmente Gordon Green desviará su mirada hacia la construcción de una comedia excéntrica repleta de situaciones delirantes en virtud de la inserción a cuenta gotas de escenas de tono surrealista ciertamente sonrojantes por lo estúpidas que resultan en su planteamiento. Para más INRI estas escenas nigromantes serán filmadas al ralentí con un tono lírico que roza el ridículo y que únicamente provocan la carcajada en un espectador al que se le aturde en demasía con estas cortantes secuencias alejadas del ínfimo clasicismo que requiere una trama hilada con el tono propuesto en el arranque.
A todo esto se añade un deje recalcitrante de sensiblería que sencillamente causa repelús. Como por ejemplo esas escenas románticas protagonizadas por Pacino y el histérico personaje de Hunter. Secuencias que para más bilis se sazonarán con cierta moralina cuando emerja en la trama esa relación disfuncional forjada entre Manglehorn y su corrupto hijo. Y es que uno de los fallos del film es sin duda la ausencia de buenos personajes secundarios. Semblante que hubiera permitido profundizar el dibujo humano de los mismos, cariz que de forma pretenciosa desecha cincelar Gordon Green. En este sentido, el peso otorgado al personaje de Pacino hará imposible la revelación de los pocos y mal pintados personajes que aparecen en la trama. Tanto es así que ese ex-alumno de Manglehorn propietario de un establecimiento de masajes al que acudirá de forma recurrente el curtido protagonista para respirar pequeñas gotas de oxígeno (interpretado por un Harmony Korine desfasado y chocarrero), no será capaz de aportar ninguna sustancia en el derrotar de la trama más allá de la confección de un par de escenas tan excéntricas como extravagantes.
Y es que el principal defecto del que hace gala el film es su fatuidad. Puesto que Señor Manglehorn recurre a una petulancia extrema puesta en práctica con el único objetivo de esconder las vergüenzas de un guión que naufraga sin paliativos. Así, David Gordon Green huye de la narrativa clásica —esquema que bajo mi punto de vista hubiera producido resultados mucho más satisfactorios— confundiendo al espectador en un mar de secuencias muy mal coreografiadas que se recrean demasiado en el contorno visual en detrimento de la necesaria introspección.
Estos artificios impostados crean cierta sensación de haber contemplado una película fallida, excesivamente maniquea que hace aguas por babor y estribor. Ni siquiera la presencia de un Al Pacino omnipresente eleva el tono del film. Y es que Pacino no se desgasta en ningún momento interpretando al protagonista con el piloto automático. Quizás conocedor que ante los derroteros que iba tomando el film cualquier esfuerzo adicional resultaría inútil para salvar el anómalo producto que estaba cociéndose en el horno. Tendremos pues que seguir esperando esa última ráfaga de rabia superlativa con la que nos deleitará a buen seguro Pacino para poner el broche de oro a su sobresaliente carrera.
Todo modo de amor al cine.