Viviendo el pasado forma parte de ese grupo de películas dirigidas en la década de los cuarenta que ostentan un más que inmerecido olvido en la memoria de la cinefilia actual. ¿A qué puede ser debido este ostracismo? No me cabe duda que parte de dicha responsabilidad recae en el hecho de que Viviendo el pasado fue dirigida por uno de esos actores secundarios de la época dorada de Hollywood —Martin Gabel— cuyo recuerdo se evaporó con el paso del tiempo debido a la escasa retentiva de esa memoria a largo plazo que opta por seleccionar casi siempre esos nombres imborrables de la historia del cine. Llama la atención el hecho que Viviendo el pasado fue la única película como director de Gabel —vaso comunicante con otro debut y cierre como realizador de un actor como es La noche del cazador— lo cual confiere a la cinta un punto de malditismo ciertamente seductor. Y es que al igual que la obra maquinada por Laughton, Viviendo el pasado asoma como una rareza magistral moldeada por las manos excesivas de quien ha aprendido el arte de dirigir en esas clases prácticas impartidas por los viejos maestros del gremio cinematográfico. No sabremos que hubiera deparado el futuro si estos intérpretes hubieran cosechado el éxito necesario para continuar su carrera como autores de cine. Si bien, los ejemplares resultados obtenidos con sus óperas primas, me hace adivinar que Gabel podría haber cincelado más de una obra maestra, si bien por desgracia jamás podremos saber a ciencia cierta dicho vaticinio.
Lo primero que llama ciertamente la atención al visionar esta pieza esencial de la serie B americana, es su impecable revestimiento técnico y visual. Sí, la cinta irradia ese aroma a serie B de trincheras con esos decorados que recrean los ambientes taciturnos y oscuros ideados por Henry James en la novela que sirve de base a la sinopsis del film (Los papeles de Aspern). Pero la humildad de la producción se enmascara perfectamente gracias a una puesta en escena barroca, que huye de todo síntoma de austeridad para engalanar la pantalla con toda una serie de trucos de montaje, unos efectos visuales muy recargados, unos movimientos de cámara que optan por cierto grado de experimentación, así como una composición conceptual de una elegancia supina. Puntos todos ellos que lograrán irradiar ese halo de misterio, romanticismo y sobriedad que requiere el relato narrado.
Como en toda buena cinta de serie B la frase menos es más alcanza aquí también todo su significado. Y es que el más que probable mísero presupuesto con el que contó Gabel no hace en ningún momento acto de presencia. Al contrario. Puesto que Viviendo el pasado adquiere la semblanza, gracias al buen hacer del debutante actor metido a director, de una película de gran estudio —no me cabe duda que a todos los que habéis visto esta perla del cine en algún momento del metraje os habrá venido a la memoria la magistral Jennie de William Dieterle—, de modo que la cámara se recreará en esos escenarios repletos de brumas y decadencia en los que se desarrolla la trama dando lugar pues un envoltorio pictórico que hipnotiza por su sencillez a la vez que por su fino estilo.
Cuesta etiquetar Viviendo el pasado en un género concreto. Podríamos catalogarla como un cuento gótico donde el hecho fantástico está más que presente. No obstante, para mí el envoltorio principal del film se instala en ese melodrama romántico de época , con ciertos tics noir, que tan buenos resultados cosechó en el Hollywood dorado de los años treinta y cuarenta. Así la cinta arranca con una voz en off que servirá de narrador de la fábula expuesta. Estos primeros compases del film fueron filmados por Gabel con un disfraz onírico ciertamente seductor, dejando que la cámara recorriese los angostos parajes por lo que se mueve el protagonista del film, un joven editor llamado Lewis (interpretado por un Robert Cummings que logra aquí perfilar uno de sus mejores papeles) que arribará en una enigmática góndola a una especie de caserón situado en las orillas marginales de los canales de Venecia. El impetuoso Lewis persigue encontrar unas cartas de amor escritas por un legendario poeta a su enamorada, una vieja que al parecer malvive enclaustrada en su pasado precisamente en la cochambrosa mansión a la que ha aterrizado Lewis.
De este modo el apuesto galán ocultará su identidad y objetivo a la dueña de la mansión haciéndose pasar por un escritor que busca un retiro para alcanzar esa inspiración ausente en sociedad. Sin embargo, nada más hospedarse en las frías habitaciones del lugar Lewis percibirá un influjo procedente del más allá inserto en cada rincón del caserón, al igual que un rechazo inherente hacia su persona por parte de las residentes de este inhóspito palacio. En este sentido, Lewis conocerá a la bella Tina (Susan Hayward), la introvertida sobrina de la receptora de las misivas que busca el editor. Una joven que observará al escritor como una amenaza del secreto que esconde la casa.
Con el paso de las jornadas, Lewis se obsesionará más y más con la búsqueda de ese grial con forma de epístola romántica silenciado en algún lugar de la vivienda, si bien, el carácter romántico del editor le inducirá a enamorarse perdidamente de Tina, tal como su adorado poeta lo hizo con la tía de la bella huésped. Punto éste que romperá el extraño ‹statu quo› del ambiente abriendo una puerta así para que pasado y futuro choquen en el rostro de una Tina que se destapará como una especie de fantasma que pena su desamor por los decadentes rincones del espacio y del tiempo.
Partiendo un esquema eminentemente romántico, Gabel forjó una película muy poderosa en la que se vierte esa exquisita mirada de un autor empapado por el hechizo de la belleza gótica. Y es que la cinta convierte a la belleza en su estado más puro en el estandarte de una obra magnética y mucho más compleja de lo que un simple vistazo a su sinopsis podría hacer pensar. De esta forma la inclusión por parte de Gabel de ciertos toques surrealistas ayudan a engalanar una apuesta narrativa que embute cierto realismo con una inspiradora leyenda sita en los márgenes del más allá con la pulcritud y el saber hacer de esos directores surgidos en la época dorada del cine americano para los que el cine era un trabajo sencillo del que era fácil hacer emerger con escasos medios obras maestras imperecederas.
Todo modo de amor al cine.
Una película totalmente mágica que vi hace muchos años en una televisión local y que, al no recordar ni su título ni su ficha técnica, no había podido volver a ver. No sé qué me parecerá en este segundo visionado, pero la primera vez que la vi me fascinó.
La mención que haces en tu artículo de «Jennie» me parece oportunísima. Al igual que la película de Dieterle, «Viviendo el pasado» es uno de esos cuentos góticos románticos que sólo el cine clásico de Hollywood (en particular el de los cuarenta) era capaz de ofrecer. Una auténtica joyita que estoy deseando ver de nuevo. Gracias por tu inteligente texto.