Cuando una película se estrena con tres años de retraso en nuestro país, uno no puede evitar preguntarse si los propios distribuidores confían en que funcione bien en taquilla. Cabe pensar que si creyeran de verdad en ella, la habrían estrenado antes, aunque también puede deberse a que este sea el momento indicado y que ellos lo supieran de antemano. Como hay varias cintas que no llegan a estrenarse nunca en nuestro país, hemos de dar gracias de que Una dama en París sí, aunque sea tan tarde.
Quizá se deba a que estamos en la mejor época, esa en la que la gente de más de 40 años va al cine con más asiduidad, debido al calor que hace fuera de las salas, una vez que ya han hecho la fotosíntesis de las 11 de la mañana, si es que están ya de vacaciones. Uno nunca sabe, pero lo que está claro es que Una dama en París es la clase de filme que gusta de ser visto por gente más mayor o serena, que opina de lo que ve pero sin demasiado entusiasmo, que dice cosas como «está bien, aunque un poco rollo» o «un poco rollo, pero está bien», que la frescura le asusta. Porque Una dama en París es también así, no demasiado disfrutable, tampoco una mala película, sí algo formal y clásica, pero que no ofrece nada especial, memorable o diferente de las cien películas que también hablaran sobre la vejez, el amargamiento y la amistad en el pasado, en las que el anciano encabronado putea con bastante gracia al protagonista o cuidador hasta que acaban como todos sabemos que terminan estas historias.
Pero claro, como digo, la historia está ahí para no disgustar, y apela además a cierto tipo de público, ese que conoce el trabajo y sabe quién es y ha sido Jeanne Moreau, porque Una dama en París ha sido realizada para ella, para su lucimiento y el de París, esa ciudad tan bien vendida en el cine. Porque si me muestran a una anciana de 87 años —84 tendría entonces— en la ficción, intentando que sea veraz, a mí me gustaría que fueran un poco más allá de que estén amargados por ser viejos, por haber dejado atrás lo mejor de sus vidas y por tener cerca la muerte, los dolores y la soledad, sobre todo si está siendo tratada con tanta excesiva seriedad. Con esa música triste, además.
Hay gente que es mala sin más, en verdad, pero si es así, tampoco van a cambiar, aunque les acabes cayendo bien; y si son buenas personas pero actúan mal por cansancio vital, tampoco es que el guión vaya a dar para mucho más. Por eso este tipo de películas, que van sobre malas personas que resultan ser buenas en realidad, o parecido, me dan un poco igual. No me interesan sus motivos. No me las creo demasiado, o sí, pero no me meto en la historia, ni en la bondad y paciencia de unos ni en la maldad e impaciencia de otros. Ni en esa música triste, aunque se vuelva bonita siempre que aparezca París de fondo. Porque cuando la protagonista más joven camina por París, sobre todo cerca de la Torre Eiffel, las notas musicales cambian.
¿Acaso caminar por París es la clave para ser feliz?
En cualquier caso, y a pesar de que es un placer ver actuar a Moreau con tanta energía, a pesar de los años, y a Laine Mägi, aunque su personaje no permita demasiados alardes, la verdad es que a Una dama en París le falta fuerza, narrativa, visual y argumental; está agarrotada. Le falta empatía por ambos personajes, que es lo que busca, a través de su pasado, su presente y la relación que irá surgiendo entre las dos mujeres protagonistas. Le falta ser un poco más El crepúsculo de los dioses, más mala leche, pues funcionaría igual de bien aunque esté dirigida a un público eminentemente femenino. La corrección formal lo impregna todo, y eso aburre al final, la maldita corrección. Yo habría preferido que la película se pareciera un poco más a la Jeanne Moreau del principio y no a la del final, antes de contar su pasado a los demás.