El debut en la dirección de David Koepp, afamado y exitoso guionista que ha servido libretos a Steven Spielberg y David Fincher y hamburguesas a muchos otros antes de ser conocido, está considerado un telefilm fulero cuando no una puta mierda. Visto ahora, a veinte años de distancia de su estreno, ya no es sólo que demuestre resistir el paso del tiempo de manera formidable, es que además forma una dupla perfecta con El Tiempo del Lobo de Michael Haneke sobre un hipotético apocalipsis en la civilización occidental, siendo El Efecto Dominó la descripción del comienzo del percal y la de Michael el desarrollo de la movida y la conclusión de que no hay vuelta atrás una vez iniciada la cuenta regresiva del acabose. Un apocalipsis que no viene dado por un conflicto nuclear internacional en el marco de la Guerra Fría (lo connatural a estas pelis en la década en la que más abundaron, los años 60) ni por los devastadores efectos en el ecosistema del cambio climático (esas producciones palomiteras sobre el fin del mundo que tanto han proliferado en el siglo XXI o algunas más abstractas tipo la infravaloradísima El Incidente de Shyamalan) ni por las plagas o pandemias (los sempiternos zombies o las películas coyunturales al ébola) ni por los cenobitas ni por la amenaza extraterrestre ni por las improbables anomalías de que se extingan las abejas o que se rebelen las máquinas o que Isabel Coixet se limpie las putas gafas. No. Aquí la causa de todo es una regresión a un estadio tecnológico inmediatamente anterior a lo contemporáneo en lo eléctrico. Calla, que tampoco. La causa es el ser humano, incapaz de lidiar con ello. Aquí y en El Tiempo del Lobo no importa en realidad qué sucede, lo que es relevante es cómo lo afrontan los ciudadanos. Que se convierten todos en lobos para con los demás dando la razón a Hobbes y a la saga Aullidos. El contrato social que cimenta y sostiene toda la convivencia se conoce que funciona enchufado a la red y en cuanto se pira la luz pues eso, un electrodoméstico inútil.
El Efecto Dominó tiene dos mitades que se diferencian la una de la otra en base a donde acontecen, al marco en el que se dan. La primera es en la ciudad, y la segunda en la clásica carretera en medio de un secarral infinito, uno de los escenarios del cine post-apocalíptico arquetípicos gracias a la saga Mad Max y ya a buen seguro parte del inconsciente colectivo y del paisaje murciano. En la ciudad un matrimonio de clase media tirando a bastante alta hace su vida normal, y en esa cotidianeidad él se descubre un ser incapaz de romper las reglas de convivencia más elementales aunque sea para llamar al orden a quien está rompiendo precisamente las que les hacen sentirse perjudicados a él y a su mujer. Un sangre horchata, un mea dormidina, un cerosangre. Con dos detallitos de nada Koepp pinta a su clase social temerosa de perder su status —esa tocar la alarma lo primero al volver a casa, ese plano detalle de la radio del coche con un logo de antirrobo—, de que se les desposea de lo suyo o que se caiga el constructo de la propiedad privada que sostiene dicha abstracción. Y en cuanto se da la crisis todo cambia, claro. Por conseguir la medicina del oído de su hija, por paliar el dolor de los suyos, él primero se pondrá farruco con un farmacéutico y ya después terminará por robar el medicamento. También acabará comprando un arma —pese a odiarlas el matrimonio— creyendo que es una buena defensa, y muy bien hecho, campeón, pero ten en cuenta que otros también han hecho lo mismo solo que para usarlas con el fin contrario, que esto os va a traer problemas. La mujer, a su vez, viendo la conducta apocada y de macho omega de su marido, empieza a flirtear con una amistad común que se va con ellos a pasar el apagón. Bien puede ser que ella haga uso de su libertad sexual y se refrote con quien quiera porque así se lo pide el chocho o bien que haga lo que han hecho los mamíferos femeninos de toda la vida, permanecer al lado del macho alfa que les garantiza protección, alimento y wi-fi. Fantas no, ojo, que el que garantiza eso a su señora es otra cosa de una peli muy guay del Cobeaga.
La movida es que lo que ellos aciertan a justificar en sí mismos y en sus actos porque es para proteger a los suyos cuando otros lo hacen y les afecta pues ya no les hace tanta gracia, y el clima enrarecido hace que un vecino mate a un vulgar ladrón de forma injustificada y el resto convoque una reunión de urgencia proponiendo una serie de contramedidas de precaución muy semejantes a las que sugerirían Herman Terstch, Margaret Tatcher y Pedro J Ramirez en la misma tesitura, algo rollo poner un perímetro electrificado en el barrio o legalizar el asesinato preventivo, el ”matarile porsiaca”, si se permite que se acuñe tal concepto. Unas secuencias estas que vienen un poquito antes de toda esa moda del cine en torno a gente rica que se ve asaltada por albano-kosovares y lo pasan mal y en teoría todas llevan mazo de reflexión sobre las diferencias de clase y el miedo a perder privilegios y blablablao cuando la única que hace bien eso en realidad es La Ceremonia, de Claude Chabrol. Y encima es del mismo año que esta y ahí pacen ambas, en el olvido.
El estilo visual del film se ha comido mil y una críticas cuando la parte de la carretera es impecable, a la altura del western contemporáneo que supone (y bastante mejor que el libro y la película de Cormac McCarthy sobre lo mismo), y el plano secuencia que abre el film, además de no ser para nada gratuito, puede que sea obra de Brian De palma, pues se le dan agradecimientos en los créditos y parece casi un ensayo para el que usaría poco después para dar comienzo a Snake Eyes. Al guión otro tanto de lo mismo, cuando además de tener hallazgos inteligentísimos (del tipo suprimir la información con cuentagotas que suelen dar radio y tv en este tipo de films hasta hacerla desaparecer por completo o mostrar cuánto se depende en los EEUU —y, por extensión, en todo el mundo occidental— del pago con tarjeta) se le añaden dos diálogos excepcionales: el primero cuando Kyle MacLachlan le dice al Mulroney que cómo tiene los santos cojones de blablablao en SU CASA y blablablao SU MUJER (lo de la propiedad privada una vez más, solo que haciéndolo extensivo sobre otra persona, yepa ahí) y el otro, que es cuando la Shue en vez de soltarle un ”te quiero” a Kyle le espeta un ”necesito que vuelvas” tras comerle los morros en el que quizá sea su último beso. Todo a la altura en un film que bebe de un episodio de The Twiligh Zone —Serling, Matheson y compañía siempre hicieron este tipo de cosas antes y mejor, estimados futuros guionistas del ahora— y de otro que daba comienzo a la recomendabilísima serie divulgativa —desde el docuementar y emular escenarios para construir arriesgadas teorías— Connections revisando el apagón de Nueva York de mil novecientos sesenta y cinco. Y si esa serie se aventuraba también a lanzar corolarios de nivelazo, aquí lo mismo: que la adaptación del ser humano a las tecnologías y las comodidades que suponen son vectores de un único sentido, que igual lo que damos por supuesto es mucho más frágil de que lo que pudiese parecer, que hay que confiar en el otro en ocasiones para que no se desmorone todo (ese final calcado al de La Cosa entre el hombre blanco y el hombre negro desconfiando por naturaleza y las circunstancias el uno del otro a la vez y a la vez también confiando porque precisamente las circunstancias no les permiten ninguna otra opción) y que Elizabeth Shue, además de rebonica, tiene unos pezonacos que ojalá no se os vaya la luz cuando en la escena en la que se le calcan todas las tetazas bajo el picardías.