En esto de la caza al hombre el relato pionero, el que sienta las bases, fue El Juego Más Peligroso, de Richard Connell. De él surgieron un sinfín de películas y episodios de series de televisión luego de su publicación en la década de los veinte, además de inspirar la famosa performance del Asesino del Zodiaco y una cosa mucho más atroz si cabe, la infamia esa del Paintball. En los cincuenta Robert Sheckley lleva aún más lejos la premisa de caza mayor humana de Connell en dos relatos, La Séptima Víctima y El Precio del Peligro. En ellos, ambos de claro carácter distópico, la caza humana está institucionalizada y legalizada, siendo en el primero el estado quien delimita los turnos de cazador y presa —a través del Ministerio de Control Emocional— y en el segundo la cadena de TV propietaria del concurso quien establece las bases. De La Séptima Víctima Elio Petri hizo una adaptación al cine recomendabilísima —pese a irse en su tramo final a una suerte de La Guerra de los Rose con metralletas en las tetas y Marcello Mastroianni soltando oneliners misóginos inenarrables—, y de El Precio del Peligro salieron varias adaptaciones: la TV movie alemana Das Millionenspiel, una película francesa a cargo de Yves Boisset (de la que ‹El Método Gronholm› y cualquier proceso de selección laboral actual de fórmula colectiva y eliminatoria toman buena cuenta) y la americana The Running Man, que funde el desarrollo de las dos primeras con la obra de Stephen King en la que se basa, a su vez también inspirada en los relatos originales de Sheckley. Que lo que acontece en Battle Royale y Los Juegos del Hambre no es nuevo, vaya.
Das Millionenspiel es la segunda aproximación a los reality shows desde lo profético que haya conocido el mundo, sólo adelanta en dos años por aquella esencial The Year Of Sex Olympics del brillantísimo Nigel Kneale. La diferencia principal reside en que mientras en la obra británica no se busca una adecuación mimética al formato televisivo, no se pretende una confusión del producto con el medio —ni mucho menos de su mensaje, se va más por la alegoría Orwelliana en vez de por la senda de McLuhan—, en Das Millionenspiel prácticamente la mitad de la producción simula ser un programa real de TV, medio y mensaje usan el mismo canal. Y tanto es así que incluso en el elemento diferenciador, todas las tomas donde el concursante huye de los cazadores por preservar su vida y ganar el premio, se filma con un sabio uso de exteriores que cierto es que al espectador actual imposible sería engañarle —sobre todo por el uso de la edición, claramente cinematográfica, aunque se utiliza el ardid de comentar el conductor del show que diversos equipos de filmación se encargan de que ese y no otro sea el aspecto de las filmaciones, si bien luego este remedio incurre en diversas incongruencias— pero que permite entender que en los dos primeros pases televisivos en la Alemania Occidental setentera un gran número de espectadores saturasen la centralita de llamadas de la WDR, la cadena que lo emitió. E incluso una diosa suprema del jolgorio inscribió a su marido como presa en el falso concurso, que a ver si trasciende el nombre para beatificarla o algo, aunque sea a título póstumo.
En el sentido de confundir al espectador mimetizando el lenguaje y estilo televisivos del momento Das Millionenspiel es impecable, ejemplar, algo que sólo igualaría la brillantísima Ghostwatch dos décadas después. Los créditos que evidencian que es un producto de ficción sólo se muestran al final, el inicio del show cuenta con la cabecera introductoria de rigor —mucho más elegante que gran parte de las actuales y sólo igualada en espectacularidad por la de Sábado Gigante— y de ahí se pasa al número de variedades que tantas y tantas veces hemos sufrido durante lustros en Noche De Fiesta y similares, sólo que aquí bien coreografiado y con la música de los Can del Soundtracks, ojo a eso, que es un temazo increíble. Todo ello, claro está, separado por sus correspondientes anuncios, que es algo que define aún más al medio televisivo que el propio televisor que cada uno pueda tener en su casa. Unos anuncios que parodian desde la hipérbole la hipersexualización de la publicidad que ya comenzaba a darse y que hacen uso de un humor negro encomiable, siendo el mejor ejemplo el comercial de cuchillos que termina con un modelo matando a una señorita para mostrar en la hoja del producto el nombre de la marca a adquirir, algo no muy lejano a los anuncios de Soberano que alentaban el maltrato doméstico en nuestro país por la época.
También se hace un sabio uso de las clásicas conexiones con viandantes, las sempiternas conversaciones con el público y, de cuando en cuando, insertos de secuencias del protagonista pasándolas putas al verse sitiado en un edificio de apartamentos o al darse cuenta de que han vuelto a delatarle de nuevo alguno de los desconocidos a los que pide ayuda. Porque aquí el concursante se viene abajo, algo raro de ver en una ficción de esta índole pero muy común en la suerte de realities que anticipa, en gran medida fundamentados en pobres diablos aireando sus miserias, llorando o lo que sea. En The Running Man, la novela de Stephin King, el concursante terminaba empotrando el avión que había secuestrado contra la cadena productora del programa, cosa que no pasaba en la adaptación cinematográfica protagonizada por Arnold Schwarzenegger: pese a ser un Verhoeven apócrifo bastante pintón, nada que ver la mala hostia anti todo del King etapa Richard Bachman (el cual también tenía en su haber el final suicida de Carretera Maldita y otra brillante distopía de desenlace cuando menos ambiguo, La Larga Marcha). Que es lo que molaría que hiciese algún concursante de cualquier paripé de estos, vaya, aunque si no lo hizo el etarra de Gran Hermano primera edición en su día imposible ya ahora.
Escrito por José Sanz Gallego