Sin duda Krzysztof Kieslowski es hoy en día una de esas figuras veneradas de forma incontestable por la gran mayoría de la cinefilia mundial. Parte de esa idolatría habría que achacarla tanto a la etapa francesa que culminaría la carrera del maestro en los primeros años de la década de los noventa como a ese proyecto trascendental y trascendente en la historia del arte que fue El Decálogo, para un servidor uno de los episodios clave y de imprescindible visionado no solo para todo amante del cine, sino igualmente para cualquier persona atraída por la filosofía humanista y el estudio de la condición humana. Sin embargo, la trayectoria de Kieslowski fue mucho más rica y diversa. Y es que ya desde sus primeros pasos en el mundillo cinematográfico, Kieslowski marcó un terreno íntimo y personal caracterizado por el estudio del alma humana desde lo más profundo de sus confusos misterios en un ambiente pintado con una paleta de colores grises, tristes y depresivos congénitos a esa Polonia de los años setenta y ochenta carente de libertades y entornos felices.
En este sentido, Sin final se destapa como una de las películas menos recordadas de la etapa polaca de Kieslowski a pesar de que quizás ésta sea la película que marcó un cambio en el lenguaje empleado por el maestro europeo a la hora de tejer su particular universo. A pesar de ello, la cinta carece de esa popularidad que sí ostentan cintas como Amator o El azar quizás debido a su heterodoxa poesía del desaliento y a su prosa tediosa, lúgubre y espectral, hecho que induce cierto alejamiento del espectador en caso que no se produzca esa conexión instantánea que exigen las películas que huyen de la linealidad narrativa para contar una historia. Pero, pese a este injusto olvido Sin final constituyó, como ya he comentado, un punto de inflexión en la carrera del maestro. Por un lado la cinta permite visualizar ese refinamiento visual que definió el estilo Kieslowski en sus últimos y aclamados trabajos. Por otro supuso el encuentro del polaco con dos colaboradores esenciales en su arte: el compositor Zbigniew Preisner y el guionista Krzysztof Piesiewicz, sin duda dos patas sin las cuales el arte de Kieslowski no hubiera sido el mismo que nos legó tras su temprana muerte. Finalmente nos hallamos ante una cinta que delimita el contorno humanista y de derrota distintivo de esa sabiduría estoica que concreta el talante de un autor diferente.
Resulta imposible desligar Sin final con el contexto político en el que se llevó a cabo. Y es que ésta fue la primera obra que filmó el maestro tras el levantamiento de la denigrante Ley Marcial polaca que abarcó los años 1981 a 1983. Por ello en el ropaje de la cinta se nota esa rabia que aflora en un cineasta que aspira a transgredir los corsés y mordazas impuestos por los poderosos desde un pulso calmado, maquillado con una poesía que mezcla con tino realismo con ciertas gotas de un surrealismo necesario para poder saltar esas barreras coercitivas edificadas por el Estado opresor. Así, uno de los puntos que describen a la perfección la cinta de Kieslowski es su indefinición. Podríamos catalogarla como un drama psicológico, pero también como una cinta de suspense con trazos de cine judicial. Igualmente Sin final es una obra política enmarcada en una pesimista historia romántica que se impregna de un cautivador surrealismo, gracias a la aparición puntual de fantasmas del pasado que brotan en el ambiente para ofuscar el presente de esos vivos que deambulan sin rumbo por las desiertas calles de una Varsovia, dibujada como una especie de cárcel asfixiante donde los edificios gemelos que se levantan a ambos lados de la vía hacen las veces de esos carceleros que vigilan los pasos de los reos que habitan espacios colmados de intolerancia y dictadura.
Uno de los aspectos más seductores que posee la cinta es sin duda su capacidad para combinar su disfraz exterior luminoso con su semblante interior oscuro y doliente motivado por la represión política que conllevó la susodicha Ley Marcial de 1981. De este modo la cinta arranca de una forma extrañamente poética dando voz a un espíritu del más allá que dará pie a la introducción del sumario por el que discurrirá la trama. Se trata del fantasma de Antek, un abogado defensor de presos políticos del sindicado Solidaridad muerto en extrañas circunstancias presuntamente de un paro cardíaco. El espectro, que nos mira directamente a los ojos transmitiéndonos de este modo su pesar, aparecerá en la habitación de su casa donde ha dejado huérfano de cariño y protección tanto a su derrotada y desorientada esposa Ursula (interpretada de forma magistral por la bellísima actriz Grazyna Szapolowska) y a su pequeño infante, un niño que vive inocentemente desconocedor de los efectos indelebles que la muerte de su progenitor le acarreará en el futuro.
Partiendo de esta inquietante introducción espectral, la cinta se centrará a continuación en las consecuencias que la muerte de su esposo causa en la vida de Ursula, una mujer visceral, guapa e inquieta, pero trastornada psicológicamente que se ha ido apartando de la realidad y del contacto social tras el deceso de su esposo. Una mujer encerrada en un ensimismamiento perpetuo, evitando pues todo indicio de relación con sus congéneres, hecho que ha creado una cierta aspereza en su fachada exterior. El único contacto de Ursula con el exterior será provocado precisamente por su marido muerto. Y es que la mujer de un sindicalista de Solidaridad defendido por Antek llamará a la puerta de Ursula para tratar de recabar un documento que estaba siendo tramitado por el abogado justo antes de su fallecimiento. La dulzura y el pesar mostrado por la mujer del condenado, despertará la simpatía de Ursula que prestará su consejo a su interlocutora recomendando que acuda a un veterano abogado amigo de su marido llamado Labrador. Un abogado que aunque actualmente se dedica a casos penales y que está a punto de jubilarse, defendió durante la época stalinista a varios presos acusados de crímenes políticos. Pese a las reticencias iniciales, Labrador aceptará defender al acusado en un último caso antes de su retiro.
Sin embargo, a pesar que la cinta recorre ciertos vectores de cine judicial, sin duda el punto que marca el contenido de la película será la sensación de pérdida de aquiescencia y libertad reflejada en el rostro de Ursula. Y es que la cinta irradiará esa ofuscación de quien no entiende el motivo de su tristeza presente. Esa desazón de quien intenta librarse del recuerdo a pesar de sentir la presencia puntual de su marido observando sus movimientos. Esa soledad que trata de ser mitigada con la compañía de un antiguo amigo de la familia secretamente enamorado de Ursula y ese deseo sexual atemperado por un turista inglés que hará el amor con Ursula tras confundirla con una prostituta en un bar y que adoptará en la mente de Ursula el cuerpo y manos de esa imagen desaparecida de Antek. Una mujer que pese a sus intentos de librarse de su pasado —medium incluido— será incapaz de librarse de esa dependencia obsesiva que sostenía su día a día. Una dependencia, llámese amor, seguridad, amistad o dictadura que oprimirá la individualidad como una ola de calor mata al doliente y que por tanto incitará un final punzante, coherente y fatal para una Ursula que no desea convivir con sus semejantes sino cuya mayor aspiración será volverse a encontrar con ese espíritu que la acompaña en silencio por su triste deambular.
A pesar de que la cinta reviste cierto tono de suspense político, Sin final es sin duda uno de los primeros poemas visuales y filosóficos del maestro Kieslowski, de modo que la espiritualidad cuasi religiosa, la doctrina de la elegía llevada hasta sus últimas consecuencias, la falta de libertad de unos seres humanos aislados en un entorno social incompatible con el establecimiento de relaciones sociales pero sí para el surgimiento de la esquizofrenia y la poética de la soledad forman parte de un engranaje perfectamente orquestado por un cineasta que sabía lo que se traía entre manos al dirigir una obra tan extraña y osada como esta Sin final, sabedor que tomaba con ésta un punto de no retorno en su arte humanista e ilustrado. Y es que esas ventanas luminosas que irradian esperanza dentro de unas opresoras habitaciones contrarias a la libertad, esos silencios simbólicos que nublan la pantalla y el alma con una emoción difícil de describir y esos movimientos de cámara sencillos pero perfectamente engranados en un todo complejo repletos de metáforas descriptivas adornados con una música sinfónica de armonías celestiales convierten a Sin final en una tentadora e inclasificable propuesta de ineludible visionado para los fanáticos de ese cine trascendental, homérico y esencial firmado por uno de esos maestros que han marcado con letras de oro la historia del séptimo arte: Krzysztof Kieslowski.
Todo modo de amor al cine.
Oscura y melancólica.