Obra ensimismada, inusual y radical en lo que concierne a su enfoque narrativo, Cherry Pie apela a un cine de sensaciones e insinuaciones. Verdadera película-iceberg, cincela un retrato femenino marcado férreamente por el misterio, por lo innombrado pero sugerido. Administrando la información con cuentagotas, es más vasto el territorio desconocido sobre el que trabaja Lorenz Merz que lo que realmente se nos permite ver, esto es, el rostro hermoso y voluble de su enigmática protagonista, sumida desde el principio en una huida hacia adelante por razones que apenas llegamos a entender o imaginar (sólo un par de fragmentos esbozan vagamente un pasado traumático que desembocó en la citada fuga), haciendo del espectador cómplice perplejo de las turbulencias internas de su protagonista. En cierto modo, toda la cinta es una invitación a descifrar los misterios de un alma (que diría Pabst), a descifrar la verdad que se oculta tras el rostro de la portentosa actriz Lolita Chammah, a la que la cámara de Merz no para de seguir (pegada a su nuca en todo momento, como en el cine de los Dardenne) en su errático vagar por gasolineras, carreteras, puertos… Es decir, por lugares de tránsito convertidos en no-lugares, espacios extraños por los que la protagonista pasea su callada desesperación sin que prácticamente nadie repare en ella (en una escena reveladora, la joven se adentra en una casa ajena sin ser percibida en ningún momento por los legítimos moradores, cual espectro invisible al ojo humano).
Es tal la audacia de Merz, que el relato prácticamente deriva hacia el fantástico y el absurdo, particularmente en una travesía náutica fantasmal que juega hábilmente con la angustia de la soledad, reforzando la idea de estar asistiendo al deambular de un alma en pena por un territorio extranjero convertido en siniestro limbo terrenal. Pero es sólo eso: un juego, una ilusión. Moviéndose en esa fina línea que separa cordura y locura, realidad e imaginación, Merz nos arrastra en el viaje final de su extraña heroína hasta hacernos partícipes incómodos de su malestar. El estilo sensorial, detallista y envolvente contribuye a plasmar más nítidamente su psique trastornada, al tiempo que la ausencia casi total de diálogos confiere a la narración un aura introspectiva y potencia la demencia misma del relato, deliberadamente anti-comercial y caprichoso en su desarrollo. La osadía de su director queda plasmada, además, en algunas decisiones de puesta en escena verdaderamente insólitas, como la que marca la desaparición del personaje de la mujer de blanco en fuera de plano, de forma tan cauta y discreta que casi pasa desapercibida.
Ciertamente, Merz no pone las cosas fáciles al espectador. La falta aparente de rumbo de la narración puede exasperar al más pintado, y el hermetismo de su personaje principal quizás dificulte la empatía de aquel espectador más acostumbrado a psicologías menos oscuras o crípticas. En cualquier caso, es evidente que tras las cámaras se esconde un artista de la imagen, capaz de insuflar poesía a dolientes primeros planos, así como de capturar la belleza etérea (y, a ratos, extrañamente aterradora) de las cosas: el mar, los pájaros, el tráfico… la vida que nos rodea. Buscando ese sitio exacto en el que desaparecer o fundirse pacíficamente con la nada, el personaje de Lolita Chammah va despojándose de todo rastro de su vida anterior (al tiempo que la narración intenta despojarse de todo lo superfluo –y sólo alguna pequeña reiteración lastra este objetivo), hasta transfigurarse en alguien ajeno y nuevo, convirtiéndose casi (o así lo sintió quien esto escribe) en un personaje de una película de Jean Rollin: un ángel pálido que vaga sobre la tierra (una tierra tan espectral y mustia como la que se mostraba en Kinetta, de Lanthimos), atrapado en un punto intermedio entre la vida y la muerte.
El efecto final que ejerce Cherry Pie es perturbador: pese a lo arduo de la travesía, prima el hechizo de unas imágenes poderosas e hipnóticas, y el retrato de una mujer desvalida que, a falta de encontrar su lugar en el mundo, caminó y caminó hasta perderse definitivamente. Y entonces se encontró.