Game Over adolece de un problema fundamental: no sabemos qué quiere transmitir exactamente. Cierto que las piezas del puzzle están ahí dispuestas, los personajes, esencialmente su protagonista, bien definido y bien dibujado, pero… la sensación final es que a pesar de todo lo descrito, de las situaciones planteadas, nos queda la incógnita de a dónde nos quiere llevar el documental.
Hay que reconocer, sin embargo, que esta historia, que casi podríamos calificar como de ‹rednecks› de la Catalunya profunda, atrae por la premisa: «Cómo resistirse a la historia de un…» y aquí está el mayor problema, cómo definir a su protagonista. Tras hora y media de proyección uno no sabe exactamente si estamos ante una persona (¿personaje?) ante quien hemos de sentir cierta compasión, empatía o desprecio. Y todo porque en ningún momento se consigue orientar el recorrido vital del protagonista hacia un sentido concreto, quedándose todo en una voluntariosa dispersión temática.
Pero centrémonos, ¿de qué habla (presuntamente) Game Over? Aparentemente de las consecuencias que la obsesión, en este caso por las armas, puede traer a un joven desorientado. Sin embargo, y aún pudiendo derivar hacia zonas más fronterizas con lo bizarro-humorístico, el documental opta por intentar que entendamos el porqué de su divague vital. Un ir y venir entre proyectos frustrados, sueños incompletos y ejercicios de narcicismo compulsivo que son retratados al detalle, cierto sin embargo que nunca son investigados.
Lo máximo que se atina a adivinar en Game Over es un cierto apunte unidireccional hacia lo familiarmente desestructurado. De alguna manera el documental se convierte en un ejercicio de dedocracia un tanto exagerado al apuntar como única causa de los problemas del protagonista a las peleas familiares, especialmente hacia una figura paterna que se nos antoja excesivamente castigada, sobre todo en relación a una madre, casi elevada a los altares de la victimización.
Es en este sentido que hay una visión profundamente maniquea en la forma en que los componentes de la familia son mostrados. Por un lado mujer responsable, trabajadora y agotada frente a un exmarido deambulante, sin rumbo, de mirada pérdida. Como un reflejo envejecido del hijo si no hay intervención maternal de por medio.
Poco se incide sin embargo en el papel de florero silencioso al que se ve reducido la novia del protagonista, mostrada como otro más de sus trofeos de colección. Una condición que a diferencia de los elementos parentales nunca se pone en duda ni en cuestión. Se da por válido dado el carácter y costumbres del protagonista y por tanto su relevancia queda anclada en la inanidad.
De esta manera el panorama global que nos pinta Game Over es un reflejo de su protagonista. Un ir y venir sin rumbo ni objetivo, y ante el que como espectador es difícil situarse. Desde el rechazo hasta el cariño por pena son los sentimientos que este Lord Sex (así se identifica el protagonista en las redes sociales) nos genera. Algo que resulta positivo en tanto que demuestra la capacidad de generar algún tipo de corriente empática. Lástima que sea más por el “carisma” o la extrañeza del personaje que por los (de)méritos acumulados en este fallido y borroso tratado, suponemos, sobre la obsesión y hacia donde nos puede llevar.