Con apenas dos largometrajes en su haber (en 2009 rodó The Other Bank) el director georgiano George Ovashvili se ha erigido en una de las grandes esperanzas de su país, al parecer una cinematografía muy emergente, aunque sólo he tenido el placer de ver los dos largometrajes de Ovashvili. Ambas películas se desarrollan en el contexto del conflicto entre Georgia y la provincia secesionista de Abjasia. En la primera se decantaba por un tono más neorrealista y social, mientras que en la que nos ocupa, a pesar de estar siempre en el ambiente, la disputa bélica aparece en un segundo plano. Corn Island es una coproducción en la que participan nada menos que seis países: Georgia, Alemania, Francia, República Checa, Kazajstán y Hungría, con la que ganó el premio principal en el prestigioso Festival de Cine de Karlovy Vary, el más importante del este de la vieja Europa.
El río Enguri se encuentra justo en la frontera entre Georgia y la República de Abjasia. El conflicto entre los dos países no ha remitido desde la guerra de principios de la década de los noventa. Durante la primavera, el río sufre un extraño fenómeno natural que genera la creación temporal de pequeños montones de tierra, e incluso algunas islas cuyo terreno es rico y fértil. Esta situación es una bendición para la flora y la fauna del lugar, y por ende para la subsistencia del ser humano. Ante este panorama, un anciano abjazo y su nieta adolescente deciden plantar maíz en una de esas islas y construir una choza para asentarse. La isla elegida es pequeña, pero con la extensión necesaria para que el dúo protagonista se las apañe para vivir. El importante vínculo que une al anciano y a la joven con su entorno se verá alterado por la presencia de los guardias que patrullan la zona fronteriza, y por una visita inesperada que pondrá patas arriba su reduccionista y sereno mundo.
Durante casi su primer tercio, Corn Island se detiene en la presentación del peculiar entorno, con un enfoque cercano al documental, preocupándose de los trabajos manuales del dúo protagonista (básicamente agricultura y construcción) con una calma que se verá perturbada con posterioridad por los disparos que aparecen siempre en un misterioso y angustioso fuera de campo, y por el descubrimiento de su cuerpo y de la sexualidad por parte de la joven pecosa. El filme se recrea en la casi imposibilidad de intimidad de unos personajes en ese reducido espacio, cuya información sobre su pasado (no tenemos ni idea de los motivos porque se instalan en un terreno tan efímero) sale a relucir con cuentagotas. Unos seres que se enfrentan directamente a la cámara que nos acerca a ellos con un rasgo muy sugerente y misterioso. La música, aunque es utilizada con sutileza y una presencia medida, expresa mucho más que las escasas palabras que emiten los personajes.
El segundo largometraje de Ovashvili es una obra sincera, realizada con delicadeza y prácticamente carente de artificios, que ofrece una analogía contundente sobre la subsistencia del ser humano en su rama más esencial, señalando el sinsentido de la propiedad de la tierra y el vano tesón del hombre por intentar conquistar un terreno problemático. También ofrece una metafísica reflexión sobre el ciclo de la vida, las estaciones de la naturaleza, la condición humana y sus relaciones viciadas por culpa del peculiar entorno cambiante, con la post-guerra en el ambiente. La película expone el dilema que debe representar elegir entre una tierra menos fértil y otra mucho más productiva, pero con fecha de caducidad. Hay atractivas consideraciones sobre la libertad y la eterna lucha del hombre contra la naturaleza (los dos protagonistas se hallan en armonía con su entorno, pero éste no siempre corresponde ese amor). Ovashvili recrea con acierto la incertidumbre ante lo que puede acontecer inmediatamente en una zona tan conflictiva, centrándose en la monótona vida de dos insistentes personajes, marcada por acciones repetitivas y silenciosas; principalmente a través de los gestos y las miradas. Dentro de la severidad en el tono de la cinta, sin embargo, subyace una curiosa ironía en el cariz metafísico que hay implícito en su moraleja.
A pesar de su arriesgada concepción, el director georgiano pare una obra bastante dinámica, en la que resulta muy sencillo simpatizar con el dúo protagonista por la ilusión con la que acometen sus agotadoras acciones. Sin duda, uno de los mayores logros del director (como ya demostró en su debut de un modo menos radical) es su talento para expresar multitud de sensaciones renunciando a la palabra como principal nexo para desarrollar los hechos y para acercarnos a los personajes, propiciando que sean las acciones y los pequeños gestos los que ayudan a desentrañar los acontecimientos, y exhibiendo ideas e imágenes muy sugerentes. El objetivo se detiene en la belleza de la naturaleza, el clima, el momento del día, la estación del año, el brillo del agua, la imponencia del cielo y la brisa del viento sobre la cosecha, mediante una iluminación exagerada y sutiles travelings que proporcionan imágenes con una fuerza fotográfica avasalladora gracias al preciosista trabajo del húngaro Elemer Ragályi, y con toda la sugestión que suele acompañar a las propuestas en las que el agua domina el entorno, generando la sensación de estar flotando. Los amplificados sonidos de la flora y de la fauna ayudan a inmiscuirnos de pleno en la narración.
Además de la citada narrativa silenciosa y expresionista que remite inevitablemente al peculiar estilo de Kim Ki-duk, hay bastantes conexiones con su Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera, sin recurrir al misticismo y a las facilonas analogías que empañaban ligeramente la bella obra estacional del director de Hierro 3 y La isla, aunque el filme georgiano también se haga valer puntualmente de alguna obviedad como la del vínculo que establece con la inocencia de la infancia de la nieta mediante la presentación de una muñeca de trapo con la que todavía juega, o el crecimiento al unísono del maíz y la propia adolescente. Ovashvili se lo toma con tanta calma en la presentación de las labores de sus personajes que se echa de menos algo más de profundidad abarcando un periodo más extenso en la vida de estos trabajadores aventureros. También hay algunas conexiones con la relación entre un anciano y una joven en un reducido espacio, presentes en El arco (para un servidor, una de las obras menos inspiradas de la segunda etapa del prolífico autor coreano por culpa de su enfoque exotista y su errático final, pese a su virtuosa narrativa), aunque en Corn Island hay un vínculo familiar diferente entre los dos protagonistas. Y cómo no, también vienen a la mente el tratamiento del agua y de la naturaleza de Tarkovski, los silencios cargados de profundidad y las manualidades (aquí no tan reiterativas) de El caballo de Turín, e incluso el Sergio Leone más contemplativo por la fijación de la cámara por los planos detalle de las pecas de la chica y las arrugas del anciano.
A pesar de no disimular sus referentes, el director georgiano traza una brillante parábola con una personalidad única, en la que anhela depurar la imagen simplificándola hasta la extenuación, dotándola de una carga introspectiva y estimulante que perdura en la memoria gracias a su inolvidable fluidez narrativa y su naturalista puesta en escena, acompañadas de unas actuaciones mucho más solventes que en las de su prometedor debut. Un tipo a tener muy en cuenta este George Ovashvili.