Sesión doble: Martin (1977) / Thirst (1979)

El universo vampírico más atípico llega a nuestra sesión doble con dos títulos a reivindicar: por un lado el firmado por el maestro George A. Romero a finales de los 70 en su Martin, y por el otro un «ozploitation» firmado por Rod Hardy en pleno auge del cine de género en Australia con una Thirst que, como el film del autor de la trilogia zombi más laureada, nos sumerge en un contexto donde el vampiro es sólo una herramienta más.

 

Martin (George A. Romero)

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Más conocido por ser el creador con su La noche de los muertos vivientes del llamado zombi caníbal, George A. Romero ha tocado con más o menos fortuna otros palos dentro del cine de género pese a que siempre hayan quedado secundados por su imprescindible trilogía y posteriores aportaciones al mondo zombie. En una de ellas el maestro del terror realizaba una de esas aportaciones que, por su carácter, han quedado relegadas a un doloroso segundo o incluso tercer plano si pusiésemos en ese segundo otros títulos como Creepshow o Atracción diabólica, por lo general detrás de su antología zombie, pero con la presencia necesaria dentro de su filmografía.

Nos referimos al acercamiento a un universo vampírico habitualmente presente en las filmografías de los grandes maestros del género (ahí están aportaciones como la genial Vampiros de John Carpenter o Lifeforce de Tobe Hooper), aunque también hay que reconocer que con mucha más fortuna en cuanto a reconocimiento. No es el caso de una Martin donde Romero rápidamente se desvincula de ese romanticismo —que, además, se permite el gesto de satirizar en la genial escena del cementerio— presente en un contexto siempre permutable en torno a esa característica. Incluso lo logra desenmarañando la obviedad que podrían resumir esos fragmentos en blanco y negro cuyo intención no podría ser más lejana —más bien funcionan como reflejo de un pasado inconcluso y quebradizo—. Y es que en Martin, Romero nos acerca al desconcierto de un individuo cuya confusión se persona ya en la secuencia anterior a los créditos: si bien es cierto que en ella advertimos la esencia de ese personaje interpretado por John Amplas cuyas intenciones y método resultan claras, el cineasta nos acerca a estas de un modo confuso, casi sumiéndonos en un caos buscado para revelar ese desnortado periplo.

Si decía que el romanticismo vampírico —por lo menos el prototípcio— no entra en los planes de Romero, sí lo hace otro componente, el sexual, que ya nos es desvelado en ese ritual ejecutado por el protagonista: a través de él obtenemos una de las características centrales del relato, siempre apoyadas por ese off en el cual Martin desnuda sus interioridades ante un locutor radiofónico. Quizá modo un tanto evidente de revelar ese mundo íntimo, pero en el fondo aspecto manifiesto de esa peculiar desmitificación ejercida por el cineasta. Así, lo que podría presumirse como una burda herramienta para llevarnos exactamente al punto que desea, se resume como otra forma de efectuar un alejamiento patente. De este modo, el vampiro no huye de su propia figura sólo con artimañas argumentales —como el hecho de tolerar ajos o crucifijos—, lo hace además mediante gestos que despojan el film de un tono más lacónico, incluso fantástico.

Romero comprende así esa esencia de la que hablaba, y lo hace componiendo momentos de ese caos tan propio del neoyorquino —por ejemplo, la secuencia en la casa con los dos amantes se revela como un descontrol entre formal y causal muy cercano a los últimos minutos de Zombi—. Al final, Martin no es sino un reflejo de una existencia deteriorada por su condición: porque sí, el protagonista se alimenta como parte de su naturaleza intrínseca, pero en el fondo no hace sino renunciar a aquello que desearía, siendo de este modo ese desconcierto en el que está sumido una representación —contrapuesta, por ejemplo, a la figura de su tío, aunque al mismo tiempo desvelada también en la de su prima— de la incapacidad por tomar las riendas o, haciéndolo, terminar revelando su necesaria humanidad como un fin inevitable para entender su naturaleza.

Escrito por Rubén Collazos

 

Thirst (Rod Hardy)

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Cuando el sobrevalorado, y porque no decirlo, sobrepublicitado, Alejandro Amenábar, abría Los Otros con el espeluznante grito de la Nicole Kidman pre-botox (ahora los que gritaríamos somos nosotros ante un primer plano suyo) no nos cabe duda que lo hizo inspirándose en la abertura de la peli que nos ocupa, Thirst. Aunque justo es decir que ni eso pudo hacer bien el director madrileño: su exposición directa del rostro y habitación nos situaba en contexto mientras que, con excelente criterio, Rod Hardy opta por un plano detalle de un ojo despertándose conmocionado, reflejando desubicación para abrir de golpe con el grito y hacernos participes de la locura y desorientación de la protagonista.

Aunque aparentemente estamos ante otra película de vampiros (con la coña marinera añadida de que ellos mismos no les gusta ser llamados así), la realidad es que nos hallamos en las antípodas del subgénero, o al menos en lo que respecta al enfoque del mismo. Claro que hay elementos reconocibles, esencialmente el gusto por la sangre de los protagonistas, pero Thirst se sitúa más en un marco psicológico que fantástico, esencialmente a base de dotarse de cierto aire realista, consiguiendo que, por un lado, la angustia sea mayor al ponernos en el contexto de “lo posible” y por otro se dote de la capacidad de generar todo tipo de lecturas que van más allá de lo estrictamente vampírico.

Thirst, y con ello se lanza una primera puya contra el elitismo de clase, nos sitúa en el territorio de una sociedad secreta empeñada en reclutar para su causa a los suyos, a aquellos que tienen la sed por la sangre. Claro está que en esta especie de secta no puede entrar cualquiera, se trata de buscar aquellos con linaje aristocrático, con la mejor estirpe, y así perpetuar la exclusividad del grupo apareamiento y boda mediante. Vamos, como si te hicieran un favor al seleccionarte para tal menester en lugar de la enorme monstruosidad que supone dicho “honor”.

En este sentido estamos más cerca del cine de secuestro sectario y lavado de cerebro que de otra cosa, y es por ello que la película se centra más en el proceso hacia la locura, hacía la sumisión de la protagonista. Un tránsito que es presentado habilmente como un tour de bienvenida en Marina d’Or, o lo que es lo mismo el infierno en la tierra. Reposo total, buena alimentación, habitaciones e instalaciones de lujo se suceden en esta idílica instalación que cuenta además con el bonito añadido de tener su particular granja de aliemtación consistente en la ordeñación de la sangre de pobres diablos de baja condición cuyo destino es alimentar a la nobleza y morir.

Es precisamente este contraste entre asepsis de la clinicamente normal y locura que subyace en los actos realizados los determinan una filmación, una estética quen oscila entre lo iluminado, lo diafano, incluso lo alegre a lo «joie de vivre» rollo San Francisco 1968 y lo pesadillesco, claustrofóbico y opresivo; vamos, también como el San Francisco anteriormente mentado pero cuando se metían un mal viaje (total, que no se descarta que la película sea una parábola de la vida y muerte del movimiento hippie). Todo ello acaba por conformar una curiosidad que va bastante más allá de la mera «exploitation» vampírica para devenir una especie de parábola social loca tipo Ken Loach (con maniqueismo mitinero included) pasado de whisky de garrafón. Y no, no nos llevemos a equívocos, dicha combinación funciona a las mil maravillas.

No así en cambio unos fx de opereta en los que el factor presupuesto exiguo canta como una almeja sin servir ni tan siquiera aquella excusa del romanticismo de lo cutre. De todas formas, sí es cierto que dicha cutrez si entronca de alguna manera (repetimos, no buscada) con la idea de vampiros fake, impostados, cuya apetencia por los cocktails sanguineos no son más que otra forma de pose elitista y que para la mayor gloria del loleo se ponen hasta dientes falsos para dar más autenticidad a su movidad. En definitiva, que a pesar de este detalle la película no es en absoluto una comedia, sino un enfoque alternativo, una visión lateral al mundo vampírico que igualmente hará las delicias de los fans del subgénero así como a los neófitos o resilentes a los chupasangres.

Escrito por Álex P. Lascort

 

2 comentarios en «Sesión doble: Martin (1977) / Thirst (1979)»

  1. «Cuando el sobrevalorado, y porque no decirlo, sobrepublicitado, Alejandro Amenábar».

    Genial entrada en la que veo que compartimos opinión sobre el chileno.

    Tengo «Martin» pendiente porque estoy revisionando clásicos del cine zombie y ya puestos, quiero ver todo lo que me faltaba de Romero. La otra es una grata sorpresa que añado a mi lista de pelis por ver, gracias!

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