Renato Castellani se alzó en 1952 con la Palma de Oro en el festival de Cannes —premio compartido con la adaptación cinematográfica de Othello que hizo Orson Welles— con Due soldi di speranza (Dos centavos de esperanza). Pocos recuerdan hoy en día el cine del italiano a pesar del mencionado premio y cuesta entenderlo.
Dos centavos de esperanza se enmarca en la gloriosa época del neorrealismo italiano impulsado por cineastas como Rossellini o De Sica y aunque es cierto que en un principio parece situarse en esa corriente —actores noveles, decorados naturales, situaciones de pobreza, etc.— desde que comienza vemos que no es así, y que si bien la historia principal gira en torno a las dificultades económicas de Antonio y de su familia, las diferentes situaciones que ocurren echan abajo el dramatismo y lo quejumbroso de aquel cine que desde Roma, ciudad abierta deslumbró a todo el mundo.
El film comienza cuando el joven Antonio (Vincenzo Musolino, actor que prácticamente debuta —solo hay una película en la que participa ese mismo año, no anteriores—) llega a su pueblo natal después de haber pasado un tiempo en la mili. La situación que se nos presenta nos recuerda a las películas americanas que se rodaron a finales de los 40 y durante los 50 en las que los soldados que habían participado en la 2ª Guerra Mundial retornaban a su pueblo después de una larga contienda y les costaba volver a encajar en la sociedad, donde el puesto de trabajo de antaño lo ocupaba otro. Antonio vive con su madre y con sus cuatro hermanas pequeñas en una situación bastante precaria, donde se jugará su integridad cobrando el paro y a la vez trabajando de extranjis en una pequeña bodega embotellando gaseosas. Durante toda la película, Antonio realizará multitud de trabajos a cada cual más extraño, que generarán multitud de gags y situaciones divertidas. Desde donante de sangre en la ciudad (por su condición de hombre de campo que hace que su sangre sea más limpia y pura) a conductor de autobús en la empresa que crean varios jóvenes del pueblo, pasando por ayudante del viejo sacristán en la iglesia de su pueblo, transportador de rollos de películas de un cine a otro de la ciudad, etc.
Que el personaje tenga que trabajar donde sea y como sea se debe principalmente a tres razones. La primera porque ha de pagar la dote de su hermana, la segunda debido a que necesita seguir ayudando a su madre y a que sus hermanas tengan un plato en la mesa, y la tercera y más importante, por Carmela (Maria Fiore), actriz debutante que compone un personaje inocente pero no ingenuo, un personaje con un encanto y una ternura inusual para una actriz que se enfrenta por primera vez a una cámara y que será el motor de Antonio, de la cinta y que la cámara de Castellani recogerá como un hechizo que nos lanza a ráfagas de sonrisas, lágrimas, lucha y amor.
Lo que más destaco de Dos centavos de esperanza —junto con las ya mencionadas situaciones cómicas que plagan la cinta— y que bien anticipa el título, son las ansias de vivir de todos sus personajes, el coraje, y la garra que imprimen durante los 91 minutos para salir adelante y revertir la delicada situación. Carmela y Antonio, además de luchar contra los pocos medios económicos con los que cuentan, se encuentran con una dificultad más: El padre de Carmela. Su padre es el personaje menos humano de la película, y recuerda al Victor McLaglen de El hombre tranquilo, curiosamente del mismo año, un tirano para con su hija ya que no ve con buenos ojos que se vaya a casar con Antonio.
Por último destacaría la voz en off que salpica el film en diversas ocasiones y que para una película de este tipo que tan solo dura una hora y media es un soporte esencial para darle ritmo y que en ningún momento el relato se estanque en escenas repetitivas o vagas, yendo así ir a lo que de verdad importa, que pasemos un buen rato a costa de unos personajes ante problemas que arrojan felicidad y espíritu de supervivencia.