Andreas Marschall volvía casi seis años después a un género (el terror) que en su anterior film Tears of Kali dividió opiniones, desde los que creían estar ante una propuesta original y psicodélica hasta los que la aborrecieron, hecho que en Masks puede volver a tener lugar. Pero no, en esta ocasión lo que causará escisión entre el público serán sus actos, en los que podemos hallar una película que se diferencia claramente y demuestra que, quizá, su único error ha sido querer construir un prólogo reiterativo en exceso y que se estira durante alrededor de cuarenta minutos.
Dicho así, cierto es, quizá suene bastante duro. Todo lo contrario, pues pese a que en su presentación Marschall decide dar demasiadas vueltas, como mínimo ya va armando un discurso (y quien sabe si en el fondo un ‹crescendo›) que se complementa con una descripción psicológica muy acertada de algunos de los personajes que hallamos en el film, algún que otro arrebato construido en torno a su lado más visceral (esa secuencia inicial, la primera aparición del asesino —acompañada acertadamente de un detalle clarificador en el personaje de Britt—, etc.) e, incluso, las suficientes tablas para fundir el ‹giallo› y una suerte de terror más noventero (la tontería de algunos personajes recuerda a aquel filón que dejó cintas como The Faculty) logrando que ambos géneros fluyan sin estorbarse el uno al otro.
Quizá el mayor error de Masks en su tramo inicial sea su indefinición al decantarse por un tipo de horror en concreto: tan pronto juguetea con su cara más visceral, como se decanta por un terror más atmosférico, de tonos y pausa, o decide virar hacia ese terror sónico (por llamarle de algún modo) que juega sus bazas con el ya inefectivo truco de los golpes de sonido. No termina de funcionar, pues, en una faceta que tal vez debería ser vital para el devenir de la propuesta, y donde el director parece no darse cuenta del potencial de lo que tiene entre manos.
De todos modos, cabe destacar también su habilidad en esa descripción psicológica que citaba antes. Su protagonista, de negro pasado familiar, vive en un apartamento con su novio y es descrita con trazo. Pero no sólo queda ahí la cosa, pues nos iremos encontrando con personajes que juegan casi a modo de espejo (o de máscara, según se mire) y, poco a poco, nos descubrirán todo lo que se esconde en esa escuela de interpretación y dudosos métodos donde ingresará ella para intentar entrar en ese mundo actoral.
Todo dará un vuelco (tanto argumental como fílmicamente) cuando la protagonista empiece a investigar sobre un método llamado «Gdula» que recibe el nombre del autor y, por la información en torno a él, parece ser brutal. A raíz de la desaparición de una compañera, llegará el momento de dar un paso adelante y decidir entre si sumergirse en el método ‹Gdula› o no. A partir de ahí, lo que parecían señas u homenaje del ‹giallo› a través de una buena banda sonora, ese contundente asesino de guantes negros y poco más, amén de los obvios guiños a Suspiria (de la que, aunque muchos no le conceden la etiqueta de ‹giallo›, este film obtiene buena parte de su esqueleto argumental: una escuela, un misterio que se cierne sobre ella, jovencitas siendo atacadas para que no se revele, etc.), se transformará en un auténtico remolino de sensaciones dejando momentos de lo más psicotrónicos, así como empezando a juguetear con filtros y encuadres para obtener un resultado de lo más alucinógeno, que ya había tenido su primer envite con una puesta en escena que, por ilusoria, deja tímidos ramalazos de esencia Lynchiana.
Llegado el tercer acto ya no habrá punto de retorno y todo lo que parecía un ‹giallo› de lo más corriente desembocará en una espiral psicodélica de inesperadas consecuencias que termina encontrando en su primer tramo, quizá, su mayor virtud, por saber Marschall crear una gradación que nos lleva de una realidad más tangible a un universo totalmente ilusorio en el que la dislocación de la realidad en una última secuencia verdaderamente fantástica concederá el cierre perfecto para uno de esos films que, sin esperarlo, arrebatan su noción al espectador no conociendo si lo que acaba de vivir es una prolongación del propio sentimiento de la protagonista o un arrebatador éxtasis que deja el terror en paños menores para llevarnos a lo que se podría definir, simple y llanamente, como una experiencia.
Larga vida a la nueva carne.