Princesa, que en su periplo festivalero ha cosechado considerables premios y se ha convertido en una de las grandes películas del año en su país de origen, Corea del Sur, maneja un material delicadísimo (donde se combina el acoso escolar con los abusos sexuales) con una inteligencia, rigor y delicadeza impropios de un debutante. El objetivo, ampliamente satisfecho, es denunciar con ferocidad y contundencia esa cultura de la violación que infecta en gran medida la mentalidad de ciertas sociedades consideradas modernas y civilizadas (la coreana lo es, desde luego); sociedades en las que, pese a su imagen democrática y progresista, se sigue criminalizando (cuando no directamente demonizando) a la víctima, mientras se es benévolo y permisivo con el verdugo. Lejos del panfleto tremendista, chillón y maniqueo propio de un telefilm de sobremesa, la cinta de Lee Su-jin destaca por el tacto con el que afronta una historia llena de aristas peligrosas, decantándose por la sutileza y la sugerencia a la hora de plasmar el vía crucis emocional y mental que debe padecer su joven protagonista (una extraordinaria y primeriza Chung Woo-Hee). Algo que, en lo que atañe a la escenificación del episodio que centra la trama, uno llega a agradecer (aun resultando, tal cual se filma, enormemente incómodo de contemplar).
Estructurada, como tantas otras obras, en torno a un hecho de enorme significación cuya naturaleza se nos irá revelando de forma estratégica y paulatina a lo largo del metraje, Lee Su-jin no puede evitar, en cualquier caso, que el modo pudoroso y cauto de abordar la cuestión no lleve aparejado cierto componente de morbo. En efecto, se diría que hay algo casi amarillista en la forma (tan medida, tan con cuentagotas) con que se nos van desvelando los pormenores del trauma, cuyas características uno intuye prácticamente desde el principio, no así la gravedad última de los hechos referidos o la magnitud de la ignominia. Si bien narrativamente funciona, lo hace a costa de generar un suspense que tiene algo de malsano. Sea como fuere, la habilidad de su director para ir dibujando la pisque y el alma heridas de su protagonista (o al menos para explicar el por qué de su carácter hermético y acorazado) a través de pequeños detalles diseminados aquí y allá, es incuestionable. Y eso, a pesar de algunos flashbacks (los iniciales, básicamente) que pueden llevar a confusión.
Esta simbiosis entre el estilo suave, respetuoso y penetrante de Lee Su-jin, y la interpretación tan ajustada y conmovedora de Chun Woo-Hee, es la clave del éxito de Princesa. No importa demasiado que algunas decisiones de guión parezcan sacadas del manual del buen guionista (lo de la música como válvula de escape para una realidad asfixiante y cruel no es el colmo de la originalidad); que, en muy contadas ocasiones, se le vaya un poco la mano en la confección de ciertas escenas (la del acoso de los padres en el colegio, un poco de brocha gorda) o que alguna idea quede un tanto subrayada, porque lo que prima siempre es la tersura con la que la narración avanza hasta hacer emerger, del dolor infinito de su joven heroína, un retrato femenino bello y poderoso, que, en última instancia, acaba erigiéndose también en símbolo de una sociedad corrompida, injusta y enferma. Han gong-ju (que es, al mismo tiempo, el nombre de la joven y el título original de la película), deviene mártir dispuesta a desnudar, en su desgracia, todas nuestras miserias.
El debut de Lee Su-jin, en definitiva, no sólo pone en el mapa a un director de considerable talento y muy prometedor futuro (se percibe no sólo en las virtudes citadas anteriormente, sino también en algunas elegantes e inteligentes soluciones de puesta en escena dignas de un autor de fuste, o al menos de acusada imaginación), sino que constituye en sí misma una pertinente denuncia de una realidad que a menudo permanece tapada, semioculta detrás de una máscara de civismo y buenas intenciones que, a poco que se rasque, oculta bastante miseria en su interior. Sin limitarse a jugar con personajes planos o de una pieza (ahí está el complicado rol de la madre “adoptiva”, cuya benevolencia contrasta con la inclemencia de la madre biológica), al final el paisaje humano que retrata su director resulta descorazonador: nadie está a la altura de la dignidad humana que merece la protagonista, a la que niegan su comprensión (casi, incluso, su compasión) pese a la dureza de lo que vivió. Lo más inquietante de todo es que las conclusiones tan pesimistas a las que llega su autor no suenan forzadas o exageradas. Puede que, empeñado en tejer esta crítica tan demoledora, se olvide un poco de dar más profundidad y matices a su historia (cuyo desarrollo está un tanto teledirigido), pero este relato, desasosegante como pocos, merece ser visto y escuchado. Porque atrae, porque repulsa y porque da mucho que pensar.