La muerte. Esa figura que nos persigue desde nuestro primer aliento de vida como fiel compañera en cada uno de los pasos que nos atrevemos a dar. Sin duda, un ente al que no prestamos mucha atención en nuestra infancia y adolescencia dado que el encuentro con el propietario de la guadaña lo percibimos como un acontecimiento más que lejano entre los juegos, risas y carencia de responsabilidades que caracterizan estos alegres años. Sin embargo, en el curso del tiempo, la presencia de este oscuro personaje hará acto de aparición, acechándonos con unos temibles zarpazos que lograrán arrebatarnos a nuestros seres queridos (abuelos, padres o incluso algún amigo impaciente que no supo esperar para dar la mano a este habitante tenebroso). Nos enseñan a temer a la muerte. Creo que ello se debe al miedo que tenemos a desaparecer de la faz de la tierra sin tener la seguridad que tras la culminación de la vida terrenal habrá algo más allá de las puertas de nuestra existencia. También, claro está, porque la muerte trae consigo la ruptura de nuestras rutinas y hábitos de vida. Porque con la muerte perdemos a las personas que más queremos en esta vida carente de entornos donde el cariño, la ternura y el amor triunfen sobre las miserias, derrotas y privaciones que marcan el hábitat de unas sociedades cada vez más distantes de todo halo de humanismo, solidaridad y cercanía.
El vacío vital al que nos conduce la coexistencia con el miedo, la depresión, la soledad así como toda una serie de arquetipos inútiles que nuestros padres se encargaron de transmitirnos en nuestra infancia absorbidos por esa fuerza invisible que amordaza a los ciudadanos de forma inconsciente —me refiero a los paradigmas que seguro todos habremos sufrido consistentes en esos consejos parentales que nos instan a estudiar una carrera, comprar un piso en propiedad, hallar un empleo estable, formar una familia, etc. etc. etc.— trae consigo que en algunos momentos de nuestra vida hayamos pensado en la muerte como solución a ese hastío que asfixia nuestro presente e incierto futuro.
Otras veces es la muerte la que se encarga de ejercer de sádico torturador. Sí, cuando se fija por un casual en una persona luchadora, bella, sacrificada, que jamás hizo daño a nadie, para establecer una partida de ajedrez de resultado conocido pero horizonte temporal ignoto. Quizás ello es debido a que la muerte prefiere entablar juego con este tipo de adversarios conocedora que los hijos de puta se rinden pronto y por tanto son presa fácil de sus feroces garras. Y la muerte se transforma de esta forma en enfermedad. Porque como dijo Yoshishige Yoshida en una magnífica entrevista otorgada en el Festival de San Sebastián a los medios españoles: hoy morimos de enfermedad, no de muerte. Y la muerte por enfermedad es dura, cruel, fatigosa, deprimente… tanto para el moribundo como para su entorno. Una muerte dibujada con altibajos. Momentos de euforia en los que la enfermedad parece haber desaparecido, salpicados con pasajes de amargura debido a la reaparición en otro lugar del cuerpo de la maldita muerte disfrazada de dolencia. Años y años de batalla, encierros en hospitales aromatizados con desinfectante, sacrificios vitales, noches en vela y demás pasadizos que podrían ser considerados inútiles por quienes piensan que resulta infructuoso enfrascarse en esta lucha personal deliberadamente puesto que la energía lanzada caerá en saco roto.
Resulta muy complejo desde mi punto de vista intelectual plantearme este debate. Sí, soy de los que piensan que el tiempo hay que aprovecharlo al máximo dado el carácter efímero y limitado del mismo. Pero también creo que el tiempo dedicado a apoyar al soldado que batalla cada día por respirar en un ambiente irrespirable no se convertirá con el paso de los años en lapso perdido. Habitamos una sociedad artificiosa, cortoplacista, despreocupada y autocomplaciente en la que el sacrificio, el dolor y el martirio son percibidos como objetos de los que huir. Marrones que pueden salpicar a aquellos que prestan demasiada atención al sufrimiento propio en lugar del disfrute colectivo. Todos estamos obligados a pasarlo bien, sonreír y aullar obscenas carcajadas para no ser considerados unos raros que prefieren el martirio a la celebración. Pienso que los raros son precisamente los que huyen como ratas ante la adversidad abandonando el barco para dejar sin defensas ni armas justamente a la persona que menos culpa tiene: el miliciano que observa como el enemigo arriba desde diversos frentes con unas armas mucho más poderosas que las que dispone para defenderse.
Así, a mediados de los años ochenta un cineasta que llevaba más de trece años inactivo decidió retomar su maltrecha carrera como cineasta apostando por tejer una película formalmente alejada de sus obras más transgresoras desde el punto de vista narrativo filmadas en los libertarios años sesenta, pero que se atrevía a hurgar en la llaga de temas tan en boga y polémicos como la eutanasia, el abandono afectivo sufrido en la vejez y la aceptación de la muerte como final lógico de toda una vida forjada a través de diferentes etapas. Este cineasta fue Yoshishige Yoshida, no cabe duda que uno de los principales exponentes de la Nueva Ola del cine japonés de los sesenta. Un autor creador de un universo íntimo y personal muy influenciado por el arte de Jean-Luc Godard y Alain Resnais, pero que supo traducir al lenguaje intrínsecamente nipón esos vientos de cambio y revolución en el lenguaje cinematográfico, pero también ese vacío, silencio, naturalismo y aburrimiento existencial tan característicos de estos dos autores franceses.
Yoshida siempre fue un marginado consciente. Un rebelde que no hincó la rodilla ante el sistema, viajando a gusto consigo mismo de fracaso en fracaso sin prestar excesiva importancia al éxito ni tampoco al reconocimiento como objetivo propio. Fue un cineasta maldito, despedazado por un público y una crítica que contemplaban las obras del japonés como el resultado edificado por un megalómano pretencioso al que no le importaba escupir en la cara del espectador flemas mucosas y sanguinolentas. De este modo, Yoshida era ya un cineasta muerto en el momento que decidió retornar al cine con La promesa. Y este punto, es decir, el conocimiento de su propio estado terminal como realizador de largometrajes creo que es el punto esencial que agració a La promesa como uno de los films imprescindibles de la cinematografía oriental de los ochenta. Porque la cinta es fundamentalmente un tratado sobre la resignación y el aprendizaje a morir.
En este sentido, uno de los puntos que más me fascinan del film es su honestidad. Yoshida opta por retratar la muerte desde una perspectiva ambigua que no toma partido por una ni por otra de las opciones planteadas a lo largo del film. Al contrario. El autor de Eros y Masacre elije el camino más tortuoso que no es otro que plasmar sin barreras ni tapujos la muerte con total naturalidad. Así, la cinta arranca mostrando la muerte de una anciana aparentemente producida por una asfixia con una toalla mojada. Se trata de la abuela Marimoto, una viejecita que percibimos estaba padeciendo el deterioro ligado a la enfermedad del Alzheimer. La presencia de la policía indicará que el deceso no ha derivado de circunstancias naturales, así que el marido de la anciana, el también senil Tatsuo, confesará haber sido el causante de la partida de su esposa.
A partir de la celebración del funeral, la cinta adoptará la forma de un prolongado flashback donde seremos testigos de los sufrimientos, el deterioro y el menoscabo vital padecido por la fallecida a medida que la enfermedad va destruyendo su carácter consciente para convertirla en una especie de alma sin rumbo capaz de perpetrar las travesuras de un niño así como de amenazar cuchillo en mano a sus seres más queridos. De esta manera, Yoshida trazará un trayecto agonizante y desgarrador en el que en paralelo observaremos la pérdida de razón de la enferma y también las tortuosas relaciones familiares de Yoshio, el hijo que cobija en su hogar a la pareja de ancianos que se destapará como un hombre gris obsesionado con su trabajo de oficinista que mantendrá a su vez una relación con una compañera de trabajo a espaldas de su familia. Un vástago que por tanto apenas prestará atención tanto a sus padres como a su mujer e hijos adolescentes. La destrucción de la vida radiografiada por Yoshida se cortejará por tanto del mismo modo con la demolición del entorno familiar de Yoshio.
La película convierte al dolor sin calmantes en su principal eje narrativo. De esta forma la cinta mostrará los fallidos intentos de suicidio maquinados por la pareja de ancianos, el abandono de cariño de esos mayores que como los ancianos que entonaban La Balada de Narayama marcharán a habitar unos funestos asilos repletos de viejos dementes. Y es que Yoshida retratará la muerte no sólo de una anciana, sino que igualmente describirá la muerte de una sociedad alienante y vacía que quizás deberá regenerarse mediante un homicidio para que retorne ese humanismo totalmente extinguido en la conciencia mayoritaria.
Si hay una palabra que define a la perfección la cinta esa es desasosiego. Desasosiego obtenido desde la parsimonia y la reflexión. Puesto que el autor de La mujer del lago huyó de todo símbolo de estridencia, ya que La promesa se caracteriza por su reposo, sus silencios, sus planos perfectos con una clara tendencia a mostrar la asfixia a través de primerísimos y etéreos planos filmados en escenarios interiores que irradian esa desolación que impera en el argumento del film. Del mismo modo, la cinta contiene escenas de bello y devastador simbolismo, como ese agua reparadora que terminará de forma abrupta con la vida de la enferma o esos pechos vacíos de mujer contemplados por un Yoshio derrotado psicológicamente por la enfermedad de su progenitora.
Decía el maestro que en una sociedad enferma los muertos mueren por enfermedad. Cierto. Pero igualmente pienso que esa enfermedad se vence desde el esfuerzo y el sufrimiento. Por ello creo que hay que luchar contra los efectos de esa muerte en vida hasta el último aliento. Quizás no esté de acuerdo por ello con el final planteado por Yoshida en esta su obra maestra…
O quizás sí.
Todo modo de amor al cine.