Si hubiese que hallar una dicotomía entre los dos protagonistas de Les combattants se podría decir que ésta es inexistente. Ella, encerrada en su particular universo donde sólo existen las más variopintas técnicas de combate como previa a un inevitable alistamiento en el ejército, y él intentando paliar la muerte de su padre manteniendo a flote el negocio familiar junto a su hermano. Aunque a priori tanto Madeleine como Arnaud no parecen más que dos jóvenes con inquietudes o modos distintos de afrontar su recorrido, en realidad hay algo que los distancia: su posición frente a una sociedad transformada en elemento causal de sus vidas. Mientras Arnaud se desliza ante una rutina imprevista donde familia y amigos promueven un contexto ciertamente placentero, Madeleine rehuye todo contacto, como si la palabra comunicación hubiese encontrado un reducto en el que desvanecerse y centrar toda su atención en un objetivo. Un panorama como ese sólo podría establecer encontronazos más que encuentros, y así sucede en los primeros compases: el férreo carácter de ella se impone y una extraña conexión se instaura. Lo que en un principio era hostilidad y malos modos irá derivando en un súbito interés que incluso llevará a Arnaud a renunciar a su plácida existencia por una aspiración que ni siquiera le pertenece.
Les combattants entabla así un vínculo tanto entre sus personajes como con el espectador. Porque el rocoso físico y el carácter de Madeleine muestran momentos de la debilidad más humana, donde bailar en una pista acorde a las directrices de una estúpida rutina también puede ser una opción. No obstante, Cailley acierta al no forjar el personaje interpretado por Adèle Haenel como uno de esos individuos que deben romper sus propias barreras, dejar a un lado el hábito para así poder obtener una “aceptación”. No corrompe, en definitiva, una esencia que Arnaud termina comprendiendo como parte necesaria de una relación precisamente evocada por la conducta de una muchacha tan esquiva como fascinante. Es ese el motivo que llevará al protagonista a embarcarse en una aventura inesperada, dejándolo todo atrás en una decisión que bien podría sugerir más la condición de Madeleine que de Arnaud. A partir de ese momento dará inicio un proceso adaptativo donde las tornas se invierten, pues mientras el personaje interpretado por Kévin Azaïs comprende la complexión de ese entorno como lo que es, otro contexto ante el que adecuar su situación, ella se mantiene indolente en una autosuficiencia forjada desde su ser. El ambiente deseado se transformará entonces en extensión pesadillesca de una sociedad que Madeleine evita, y es de ese modo como la naturaleza se erguirá como subterfugio de una respuesta —la de esa sociedad— insatisfactoria en todos los sentidos.
El discurso de Cailley no queda reforzado desde la dirección, y es que el cineasta galo prefiere desarrollarlo en torno al individuo, reforzando así la idiosincrasia de ambos protagonistas en lugar de desplegar las posibilidades del film en el ámbito visual —algo que habría conllevado quizá menor dificultad a juzgar por el «score» tan potente del que hace gala Les combattants, teñido por una música electrónica que en parte difumina las aptitudes de un paisaje siempre compuesto por personajes y sociedad—. No se debe ello a que las virtudes de su cine terminen donde acomete su discurso, más bien al hecho de saber dotar de una necesariedad específica a las imágenes. Es así como se comprende un tercer acto en el cual la naturaleza toma parte como un todo, en especial a través de ese portentoso clímax final en el que —ahora sí— el discurso trazado por Cailley y la imagen se funden. Les combattants se confirma en este último tercio como el notable debut que había ido insinuando a lo largo del metraje, poniendo punto final a una magnífica disertación capaz incluso de moldear el tono a su antojo —ese tramo final abrazando de un modo tan persuasivo como extraño la sci-fi más apocalíptica— así como de fraguar unas expectativas que se cumplen con creces.
Larga vida a la nueva carne.