Juana es una niña como cualquier otra. A las puertas de la adolescencia, Juana va al colegio, intenta entablar relaciones con sus compañeros e integrarse y convive con normalidad en su hogar. No obstante, su madre ha recibido un toque de atención: Juana se ha estancado, su interacción en clase ha ido mermando progresivamente y los resultados se han visto afectados por un extraño comportamiento que evita que Juana sea una más. A partir de ese instante, pruebas y tests se acumularán en la rutina de la niña con el objetivo de conocer cual es exactamente el motivo por el que su rendimiento, más que decaer, se ha desvanecido por completo.
Con una premisa de lo más jugosa que supone el debut de Shanly en el terreno de la dirección, Juana a los 12 se propone como una disertación sobre el avistamiento de una adolescencia no deseada. No tanto por ese miedo a dejar atrás cierta inocencia y, con ella, afrontar una etapa inevitable, sino más bien por la incertidumbre generada con la llegada de esa etapa: de las (posibles) amistades al aprendizaje, todo parece estar en disposición de que Juana no dé un paso más. Para que, incluso mostrando que se puede desenvolver perfectamente —esa escena en el coche junto a su madre—, el resultado sea de querer recluirse —en el ámbito estudiantil— y no establecer un progreso que le lleve a afrontar un periplo irrenunciable.
Shanly trabaja esa idea en un entorno voluble, incluso podría decirse que liviano, como huyendo de reforzar un componente psicológico. Consolidando en su lugar la idea de un universo pre-adolescente que, aún y con sus pequeños dilemas, se siente en cierto modo despreocupado. Pero ante esa relativa despreocupación quedan los actos de una Juana que, en realidad, no pretende hacer mal alguno, más bien sostiene una peculiar rebelión contra lo que supone alcanzar esa madurez. El formato del plano sostiene en ese sentido una propuesta donde el individuo prioriza ante cualquier otra cosa, en el que la panorámica desaparece para conferir importancia al entorno. Un entorno en el cual Juana se intenta desenvolver sin demasiada fortuna: las relaciones que traza en ese marco se antojan más bien esporádicas e incluso se desvanecen casi sin quererlo, dejando un reducto prácticamente invisible.
Esa senda es dibujada en Juana a los 12 tanto a través del gesto y el comportamiento como insinuando temáticas actuales (alguna pincelada queda sobre el ‹bullying› en las conversas de la protagonista con uno de sus compañeros) que, si bien no se llegan a desarrollar, retratan al menos tanto causas como consecuencias del comportamiento de Juana. Se comprende desde esa perspectiva que los baladíes intentos de su madre por intentar llegar al fondo del asunto mediante pruebas clínicas y tests no arrojen resultado alguno. Incluso en el ámbito familiar se podría hablar de la ausencia de una figura materna como probable causa del vacío dibujado en ocasiones por Shanly.
Juana a los 12 propone un inteligente y audaz discurso sobre esa aparición de una etapa ante la que surgen unos miedos e incertidumbre inevitables. Rosario Shanly ejecuta a través de esa premisa la construcción de un personaje desconcertante que, en esencia, lucha contra aquello que le resulta extraño, desconocido. La figura de la menuda actriz se antoja de este modo primordial en un ejercicio certero, capaz de ahondar en la interioridad de una indisciplina adoptada como simple mecanismo de respuesta en el que laten todo tipo de sensaciones pero, en especial, dibuja un retrato de lo más sugestivo sobre uno de esos periodos tan difíciles de describir por la óptica de un adulto.
Larga vida a la nueva carne.