En uno de los planos germinales de Vincent, el protagonista del debut de Thomas Salvador se introduce en un bosque, se sumerge en el agua y se funde con la naturaleza como si fuese uno más, como si la fauna cohabitante en ese bosque aceptase su aparición como una presencia no humana. Esa idea se repite durante el primer tercio de un film que pronto deja claro que ese agua no es un estado más para Vincent, es su medio en esencia. Pero más allá de ese medio, Vincent es un tipo normal y corriente. Para él no hay ataduras, hogar o trabajo fijo. Viaja como si de un nómada se tratase sin que nada ni nadie le ate a un lugar en concreto. No obstante, Vincent guarda un secreto, y ese agua con la que se funde de vez en cuando es primordial para su existencia. No tanto porque el líquido sea vital para la supervivencia de cualquier ser humano, ni siquiera porque le confiera una fuerza sobrenatural, sino porque Vincent no sabe subsistir fuera de un entorno tan preciado como insustituible para él.
Entre idas, venidas y cambios repentinos de techo, Salvador va introduciendo elementos en una descripción que no por exigua se antoja insuficiente. Es más, resulta difícil contemplar el mundo de Vincent descrito de otro modo que no sea ese porque, en definitiva, con ello no está describiendo otra cosa que el carácter no tanto de su protagonista sino del mundo interior que ha ido forjando con el paso del tiempo. Sus relaciones humanas son efímeras porque así deben serlo, porque su universo no parece sostenible de ninguna otra forma que no sea trazando tenues vínculos. Todo cambiará con la llegada de Lucie, una joven que pronto acaparará la atención de Vincent, tanto dentro del agua como fuera de ella. Pero ello no cambia la complexión de su mundo, y el cineasta galo, en un gesto de lo más inteligente, opta por no maximizar las consecuencias de su encuentro. Incluso se podría decir que el carácter de Lucie se deja atrapar por el de Vincent, queda en cierto modo minimizado casi sin buscarlo, fundiéndose con un entorno en el que ambos se complementan hasta en los momentos más íntimos.
No desecha Salvador un tono buscado y encontrado en base a persistir, por lejos que puedan llegar las circunstancias, por más que irrumpan en la vida de Vincent personajes inesperados, y es en esa sencillez donde radica su verdadero triunfo. Cualquier situación, por extrema que pueda ser, es siempre abarcada por su director con un minimalismo formal y un deje humorístico imprescindible —hasta en los guiños más cómplices al espectador—: incluso en la huida sabe hacer del periplo de Vincent una inverosímil coreografía que conquista los sentidos. Se podría decir, pues, que Salvador saca el máximo partido a los mínimos recursos, desmitificando la figura del superhéroe a la vez que logra lo mismo con una actriz, Vimala Pons, que encandiló a no pocos espectadores en La chica del 14 de julio. Si bien Pons mantiene ese encanto que la caracteriza, el debutante la pone en un estrato más terrenal, accesible, logrando una total armonía con la película.
Lo más sorprendente de Vincent, sin embargo, es cómo acudiendo a una autoría indispensable, donde los tiempos muertos cobran todo el sentido posible, la sensación es de liberación, de refresco. Probablemente, gracias a la regeneración necesaria en un terreno sobresaturado de productos clónicos —mejores o peores, ahí ya no entro— donde Vincent decide aportar su rincón más pequeño, íntimo y humano. Como escarbando en el lado más sentido de esos superhombres siempre incomprendidos, y armando un artefacto que huye de toda obviedad. Porque en el film de Salvador no hay discursos baladíes sobre la ignorancia en torno a lo desconocido y, por ende, su marginación. Vincent es un film lúcido que, sabiendo acoger algunos tópicos, se rehace entre ellos y otorga un resultado inesperado donde lo terrenal es más importante que lo divino en un contexto acuciado por estimulantes parajes naturales en lugar de grandes urbes. Y es que en esa conexión entre naturaleza y hombre quizá esté la clave de una obra que, con o sin sus reflexiones, no es sino una ineludible delicia.
Larga vida a la nueva carne.