Pocos medios no quieren decir mal resultado. La última película del georgiano Zaza Urushadze, Mandarinas, es una buena prueba de esta afirmación. Es una cinta filmada en poco más de un mes. Escrita en apenas un par de semanas. Pocos escenarios, pero bien diferenciados. No muchos personajes, pero bien construidos y con mucha profundidad en cada uno de ellos. Mandarinas es una de esas historias mínimas que sacan un resultado máximo.
Los manifiestos antibelicistas en el séptimo arte se suceden en un mundo que clama por la paz como uno de los importantes derechos de tercera generación. Hace poco pudimos ver, por ejemplo, ’71, que lanza su mensaje antibelicista amparándose en uno de los importantes conflictos europeos de la segunda mitad del Siglo XX, como es el del IRA. Mandarinas, sin embargo, se focaliza a principios de los años 90, en la guerra entre Abjasia y Georgia.
Tras una escaramuza en un pueblo perdido de Georgia, un soldado georgiano y uno checheno, ambos heridos por la batalla, son recogidos en su casa por uno de los dos únicos habitantes del pueblo: un anciano estonio. Mientras dura su recuperación, ambos, enemigos mortales, tienen que convivir en un limitado espacio. El film recuerda por momentos mucho, muchísimo, a la famosa En tierra de nadie de Danis Tancovic que tanto éxito cosechó a principios de siglo, un auténtico clásico moderno. La diferencia es que Mandarinas aporta un toque distinto, un narrador imparcial que sirve de mediador entre ambas partes en conflicto, en este caso el anciano estonio.
En este caso, las nacionalidades, las llamadas «ethnicities» americanas, a las que en Europa prácticamente no se da importancia salvo cuando aparece un conflicto de aquellos en los que la frontera es bien capaz de pasar por medio de un sitio con múltiples etnias y pueblos, resultan bastante importantes en el desarrollo. El soldado checheno es un mercenario de nacionalidad indeterminada. El georgiano, sin embargo, lucha por su tierra porque la siente suya y su motivación para ir a la guerra no es el beneficio económico, sino las convicciones que tiene de que la historia le da la razón a su tierra. Por su parte, el anciano estonio, tras medio siglo de vida en el asentamiento en el que se encuentra, es reticente a abandonarlo. Es decir, hay motivaciones económicas, históricas y morales, cada personaje con la suya. Tenerlos a todos juntos en una casa es un caldo de cultivo muy interesante que el cineasta sabe aprovechar muy bien.
Hay que realizar una especial mención a Lembit Ulfsak, que es el alfa y omega del fin, el conductor del todo. Acepta su protagonista con los galones que dan los años de trabajo bien hecho y, con firmeza, va llevándonos de la mano por una serie de diálogos inteligentes y escenas profundas para que nos empapemos de todos y cada uno de los detalles del film.
Cada giro narrativo que toma la película está construido con precisión quirúrgica, listo para crear un nuevo conflicto que haga que el ritmo no decaiga justo una vez superado el anterior. Como la guerra misma, los sucesos que les acaecen a los personajes son dispares, aleatorios y un poco ambiguos. Pero cada uno de ellos tiene trazas de un realismo que solo sirve para afianzar el mensaje antibelicista que se promueve.
En cualquier caso, Mandarinas resulta un auténtico ejercicio de buen cine, una película impecable tanto en técnica como en contenido, capaz de llegar a todo tipo de públicos, que tras su aparente sencillez esconde una profundidad inmensa. Una cinta que hay que ver con la mano en el corazón y dejándose llevar a aquel pequeño asentamiento perdido, donde las mandarinas parecen lo único permanente.
Me gustó la película, y el artículo es muy preciso
Felicidades
Oscar Rivas