Los setenta. ‹Boom› y auge de un cine australiano en el que, además de cineastas como Peter Weir o Bruce Beresford, descubriríamos también una Nueva ola de cine australiano fundamentada en el ‹Ozploitation› (o, en otras palabras, la explotación de lo que la “marca” Australia suponía para crear films de bajo presupuesto de géneros como el terror, la acción o la comedia), de la que más allá de las célebres sagas de Mad Max o Cocodrilo Dundee, se descubriría a una generación de cineastas que revolucionaron el panorama tales como Richard Franklin (Patrick, Roadgames), Brian Trenchard-Smith (Turkey Shoot, Los bicivoladores), Russell Mulcahy (Razorback: Los colmillos del infierno) o Rod Hardy (Sed —Thirst—).
Entre ellos se encontraba también un tal Colin Eggleston, realizador que tras un largo periodo televisivo debutaría un año antes de la obra que nos ocupa, Largo fin de semana, que a la postre sería su film más reconocido. Después de eso, sin embargo, Eggleston continuó filmando trabajos que seguían esa senda de género abierta con Largo fin de semana, pero que terminarían dejando morir una no muy dilatada carrera (ni una decena de títulos) a finales de los ochenta con Outback Vampires.
Sin embargo, y aun perteneciendo a esa Nueva ola de cine australiano, con su cinta Eggleston se alejó meridianamente de las propuestas que solían darse cita en esa cinematografía donde lo más habitual era encontrarse con trabajos tan bizarros y únicos como las ya citadas Patrick o Turkey Shoot (incluso una de las incursiones de Weir en el género, Los coches que devoraron París, no se libró de ello), y prefirió centrarse en una especie de eco-fábula en la que una pareja decidía tomarse unas vacaciones en el bosque, cerca de la playa, para así poder resolver sus diferencias e intentar dar un poco de luz a su relación.
Nos encontramos, pues, ante un doble frente abierto por el cineasta australiano: en primer lugar, por el hecho de introducir ese componente psicológico (casi convertido en pugna) que llevará a ambos personajes a un punto de no-retorno en su relación y, en segundo lugar, por dar pie a un horror que se complementa a la perfección con el duelo psicológico, recurriendo también a ese elemento para jugar con la incertidumbre de un espectador que, en caso de asistir con la mente en blanco a la proyección, podrá disfrutar de esa curiosa tela entretejida por Eggleston que nos lleva sinuosamente de una temática a otra (desde la tertulia sobre alienígenas presente en la radio, hasta una misteriosa caravana en mitad de la playa o la atenta mirada de unos paletos a la salida de una gasolinera) y demuestra ser de lo más hábil conjugando todos esos factores sin necesidad de engañar al público, hecho que incluso Greg McLean se atrevería a repetir en su Wolf Creek, donde se suceden las mismas constantes (una visita un bar, esta vez poblado por sureños, la conversación entre los protagonistas sobre presencia alienígena…), dejando entrever la importancia de un film como Largo fin de semana.
Esa honestidad para con el espectador queda reflejada mediante la habilidad en el manejo de recursos tan primarios como la composición del cuadro o el empleo de la banda sonora, donde encontramos algunas de las mayores virtudes de un conjunto cuyos primeros escarceos en forma de BSO ya sugieren esa psicosis en la que se verá inmersa el protagonista. Una psicosis que Eggleston complementa con simples gestos (esa mirilla al llegar a casa o un par de amagos de golpear a su ‹partenaire› frente a la playa) y ante la que expone otra psique mucho más débil, la de Marcia, una mujer con evidentes problemas anímicos (su reacción tardía acompañada de un gesto frágil al caérsele algo del congelador) que van más allá de todo eso cuando empiezan a salir a la palestra otros conflictos (esa insatisfacción) que comienzan a ser detallados con trazo firme.
Detrás de una definición de personajes tan compleja, otro de sus puntos fuertes es esa ya mencionada composición en la que el australiano incluso encierra a menudo a sus protagonistas, creando una desalentadora sensación de opresión en un espacio totalmente abierto y jugueteando para ello con todos los elementos que configuran el plano (ramas, hojas…) sin necesidad siquiera de recurrir al subjetivo como elemento amenazante desde un punto externo a la visión de los protagonistas.
Pero no podría haber venganza ecológica, claro está, sin acontecimientos que la desencadenasen, así que Eggleston decide no cortarse ni un pelo y dar rienda suelta al carácter de ambos protagónicos: mientras él destruye por inconsciencia, por puro afán de devastación sin otro objetivo que el de sentirse libre cuando en realidad se está siendo un insensato (la colilla prendiendo unos arbustos, esos patos a la orilla…), ella lo hace por simple capricho (o bien la molestia le puede, o el impulso atado a su propia condición —a través del que se aprovecha para sugerir temas—) y todo suma, acrecentando los factores para llegar a ese punto final.
Así, cuando la pareja decide desaparecer, todo parece estar en su contra. Las discusiones matrimoniales salen a flote y, de nuevo, el impulso da pie a una separación que llevará al personaje masculino a un estado de irrealidad (apoyado a la perfección por la dirección del australiano) ya precedido por la aparición de esas vacas marinas (o dugongos) que parecen perseguir a Peter en una psicosis que le transportará directamente a una total y absoluta abstracción de la realidad, solo resquebrajada por la necesidad de escapar de un lugar que no dará tregua y que consigue resultar incluso claustrofóbico en los últimos compases de un film injustamente olvidado. Sin embargo, es una de esas auténticas gemas a la que Sitges no se equivocó al premiar en su día, pues la practicidad de su puesta en escena, las sólidas interpretaciones de sus protagonistas y la pericia de Eggleston para sugerir temáticas y complementarlas nos llevan a un cine que ojalá sirviese de ejemplo más a menudo, aunque siempre esté ahí otro pequeño genio como McLean para rescatarlo.
Larga vida a la nueva carne.