Minutera, ya desde su misma concepción, quiere erigirse en canto de amor, y de nostalgia, a la fotografía analógica. Dejando a un lado el enfoque didáctico que lo vertebra, la idea es transmitir el sentimiento de pérdida que sus responsables manifiestan hacia esta forma de arte agonizante, que ya casi no existe o que existe únicamente como portadora de un cierto encanto pretérito y singularísimo, como ocurre con los vinilos en la música. El grano del Super 8, tan asociado a otros tiempos, así como el tono elegíaco que gobierna cada minuto de su escaso metraje (la combinación de su evocadora banda sonora y del blanco y negro logra sumergir al espectador en un perenne estado de melancolía), confluyen en la consecución de este propósito: traer a la memoria (bonita empresa, por otra parte) las cualidades de una fotografía quizás imperfecta, pero en cuyo seno latía la pasión y el oficio de verdaderos artesanos de la imagen.
Nos guía la palabra del fotógrafo Diego Vidart, descubriendo los entresijos de la fotografía tradicional con verbo sencillo y directo. No estamos ante un trabajo henchido por la ambición, más bien al contrario: es extraordinariamente modesto. También, por ello, puede saber a poco. Por ejemplo, no saca ningún partido del encuentro entre Vidart y el novelista (y modelo fotográfico en el corto que nos ocupa) Des Barry, cuando todo apuntaba a un diálogo sugerente entre dos medios prácticamente opuestos (de la imagen física de la fotografía a la imagen mental —o ausencia de imagen física— de la literatura). Por no haber, ni siquiera hay un intercambio mínimo de opiniones entre ambos: Barry se limita a estar, sin que su postura o su curiosidad respecto al tema tratado sean en ningún momento recogidas por Pardo Piccone.
Dejando a un lado esta cuestión, Minutera (cuyo nombre hace referencia al apelativo con el que eran conocidas este tipo de cámaras fotográficas clásicas, que necesitaban de varios minutos para revelar lo fotografiado) es un filme pequeño pero agradable, que cumple su función con corrección, mientras desgrana las virtudes (y los pequeños defectos) de esta “caja mágica” que, en cierto modo, conseguía sacralizar la realidad que desfilaba ante su objetivo, haciendo de la fotografía un acto especial y poseedor de una liturgia propia. Ahora, con la instauración y hegemonía de la fotografía digital, se ha perdido en cierto modo este toque mágico al que hacía referencia Vidart, si bien es cierto que dejarse llevar ciegamente por la nostalgia puede impedirnos ver todo lo que también se ha ganado con el cambio. La nostalgia es grata, pero a menudo se pinta con colores engañosamente dulces.
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