Valorar La invasión de los zombies atómicos dentro de la filmografía de Umberto Lenzi podría significar el realizar un ejercicio de evaluación, al mismo tiempo, de la situación del cine de géneros italiano en aquel año de 1980. Como esto derivaría en una coyuntura algo más extensa que alargaría de manera importante este análisis, digamos que Lenzi llegaba en aquel año al cénit de su carrera, tras una década de los 70 en la que ejecutaba sofisticadas piezas de elaboración que dejaban títulos muy remarcables dentro de las variantes que marcaban tendencia en el cinema bis europeo, asimilando y perfeccionando movimientos como el «giallo» y el «poliziesco». Se entraba en la década de los 80 y en las explotaciones comerciales de género mandaba el terror, algo marcado principalmente por la eclosión de la creciente saga de zombie de George A. Romero. Al mismo tiempo que otro film de excelsa fama como Holocausto Caníbal sería a partir del cual Lenzi se iniciaba en el terror de extremo calado con su mini-saga caníbal (Comidos vivos y Caníbal Feroz), llegaba la película que aquí nos ocupa, a día de hoy considerada una de las más célebres e icónicas explotaciones que se hicieron del subgénero del muerto viviente. A pesar de su deficitario calado de medios, este film nacido como una co-producción entre España, México e Italia y rodada principalmente en Madrid reúne una serie de características que, al menos, proponía una consolidada lealtad hacia sí misma con una carencia total de pretensiones, aglutinando además muchos de aquellos estigmas que hace de aquella serie b una etiqueta digna de redescubrir y degustar.
La trama relata, en primera instancia, la llegada en avión de un importante científico a la ciudad estadounidense donde se dramatiza la ficción. De la aeronave nacerá el caos que imperará durante el resto de la narración cuando de ella salgan una horda de extrañas criaturas humanoides, como si de unos muertos vivientes se tratase, que acabarán con todo aquel que se le ponga por delante. La película tiene una importante virtud, un ritmo que se desarrolla como si el propio Lenzi asumiese de manera leal la condición de «Spaghetti-Zombie» y asimilase la historia como una oleada de ultraviolencia de gran dinamismo, y con la modestia de no esconder las limitaciones artísticas cuya evidencia añade enormes carices de encanto. Esta falta de pretensiones se reconoce precisamente en la manera que asimila al subgénero del muerto viviente, escapando de todo tipo de clasicismo (al contrario de otros colegas de generación como Fulci o Mattei, Lenzi huye de cualquier intento de imitación formal al zombie “Romeriano”) lo que pone en bandeja la concepción de un ser mucho más cercano al infectado que al muerto revivido, con unas criaturas rapidísimas e inteligentes que, según dicen las malas lenguas, fueron uno de los principales referentes de Danny Boyle en su 28 Días Después.
El film de Lenzi es ante todo un estoico esfuerzo de fidelidad al oficio protocolario del cinemabis. Comenzando por su especial sentido para la diversión (reincidimos en su ritmo, con un admirable trabajo de montaje totalmente servicial hacia la narración), la desvergonzada manera con la que la película pretende explotar sin ningún tipo de limitación su temática (esa asimilación tan exagerada del muerto viviente casa perfectamente con el espíritu alocado de todo el film), y el paseo de prestigiosos nombres de género cumpliendo en el oficio de lucir sus prototípicos personajes; desde el protagonista Hugo Stiglitz (un icono para el cine de género en México, impuesto por el capital de aquel país en la película de Lenzi y que aquí ejerce un papel pensado inicialmente para Franco Nero y Fabio Testi) como el periodista al que le toca de lleno lidiar con todo el tinglado catastrofista y acompañando a celebridades nacionales como Paco Rabal (en un autodoblaje que poco se asemeja al ímpetu del soldado norteamericano al que aquí tuvo que dramatizar) y una estrella en caída libre como Mel Ferrer (totalmente desubicado, ejerciendo el mismo piloto automático de los papeles totalmente alimenticios con los que se entretenía en aquellos años), además de un Manuel Zarzo con escena de lucimiento incluida.
Quizá la revisión de una película como La invasión de los zombies atómicos se puede aprovechar para analizar el foco del culto con el que hoy en día es recordada. Las maneras de Lenzi, tanto en oficio como concepción, han tenido gran culpa de ello: habría que destacar en este aspecto la importancia que se da a la secuencia como mecanismo, donde se conjuga esa mixtura genérica que hace trotar a la película entre el terror y la acción, logrando una singularidad bastante remarcable. Ante todo, la película no olvida en ningún momento su condición paródica, vía y camino por la cual han de entenderse sus bizarras maneras y su espíritu trash de exposición descarada. En este aspecto el film es hasta panfletario, con un giro final pasmoso, repentino e imprevisto, que redondea el sentimiento con el que ha de afrontarse esta película. Siempre, claro está, de una sensibilidad con el que han de disfrutarse los films de esta especie, donde nadie ha de sentirse engañado.