El gran éxito que supuso Zatoichi, el anterior trabajo de Takeshi Kitano, tuvo dos consecuencias directas en la gestación de la obra que nos ocupa, Takeshis’: la primera fue la de ablandar a las productoras que desconfiaban de cualquier argumento arriesgado por parte del director, la segunda sería la reflexión a la que conduciría a Kitano sobre su propia trayectoria, habiendo conseguido la mayor aprobación de su carrera con una adaptación de un mito popular (actualizado y pasado por su propio filtro) y no con uno de sus trabajos más personales, a pesar de que éstos en mayor o menor medida siempre hayan tenido un respaldo crítico considerable. Ambos factores, unidos a su particular acercamiento a la proyección de su figura hacia el público, son los ingredientes de este extravagante experimento fílmico, que tiene mucho de auto-flagelación y suicidio, así como de aceptación, superación y evolución en la obra de un cineasta que nunca ha cesado de cuestionar las bases de los géneros que maneja.
Todo comenzó muchos años atrás, durante el rodaje de Sonatine (1993), en la que Kitano se obsesionó con la posibilidad de un personaje cuyos sueños y aspiraciones se fundieran con su propia realidad, construyendo un mosaico onírico infinito. El título original de la obra era Fractal y la idea fue rechazada numerosas veces por una productora temerosa ante su atrevido planteamiento, que sugería una y otra vez que postergara sus proyectos más personales hasta que estuvieran mejor definidos y estructurados. La cálida acogida de Zatoichi tanto en circuitos comerciales como artísticos (Mejor película y Premio del público en Sitges, León de plata en Venecia, Premio del público en Toronto) unida a una simplificación parcial del guión original y la participación del propio director como protagonista, consiguieron el visto bueno de la productora, sin la más mínima sospecha de lo que se les venía encima.
Un somero acercamiento a su argumento desvelaría la historia de Beat Takeshi, un engreído actor/director japonés que se regodea en su éxito, y la del idéntico físicamente (excepto por su color de pelo) Kitano, un tímido y maltrecho actor secundario que admira el trabajo y la posición de Beat, ambos representados por el propio director. La película se retorcerá entre la vida, sueños y divagaciones de ambos con un Beat Takeshi reflexionando sobre las posibles vidas de su ‹doppelgänger› apocado. No resulta tan importante dividir lógicamente todos estos fragmentos entre realidad, sueño, sueño dentro de sueño o delirio, como sí podría resultarlo un análisis de cada personalidad presente en esta desquiciada Takeshis’. La primera y más evidente está encarnada en la imagen de Beat Takeshi o la visión popular del director de la cinta. Más concretamente allí en Japón, Kitano es conocido como una figura mediática surgida de la televisión gracias a su vis cómica (de donde surge el apodo Beat Takeshi), y por sus violentas películas de ‹yakuzas›. Así, el Beat presente en la película resulta una amalgama de su propia imagen y los estereotipos que se le adhieren. Por otra parte, el Kitano secundario, además de completar la figura del director, representaría su modestia y aspiraciones iniciales, y cómo poco a poco fueron superándole y desdibujando sus metas, llevándole a un callejón creativo sin salida del que pretende escapar con esta obra. Se podría decir que en conjunto obtenemos la imagen del director visto desde fuera (Beat Takeshi) y otra desde sus propias entrañas (Kitano), además de la relación que mantienen.
Un argumento tan personal con una estructura tan caótica requiere de una aproximación formal concisa, sin que esto simplifique la visión dispersa y onírica del film. En este caso destaca por su carácter circular, con repetición de situaciones en diversos puntos de la obra, además de la inclusión de varios actores interpretando distintos papeles. También están presentes varios recursos visuales recurrentes en la filmografía del realizador, así como numerosas reminiscencias a sus trabajos anteriores. Así destaca una vez más un magnífico montaje fragmentado, con rápidos y repentinos cortes que adelantan o recuerdan una acción, llevado a su máximo exponente mezclando varias realidades y percepciones. Los polémicos bailes espontáneos de Zatoichi también harán acto de presencia, así como una curiosa inquietud cromática con la que ya experimentara en Dolls. Tampoco faltará el clímax final en la playa, con un Kitano cargando contra toda su tradición y obra en un ejercicio de burla hacia sí mismo que merece cuanto menos respeto.
Se presenta aquí uno de los trabajos más radicales del cineasta japonés, que parece enterrar los viejos códigos que le llevaran a la fama para adentrarse en un complejo periodo del que surgirían otras dos piezas que delimitarían junto a la propia Takeshis’ su trilogía introspectiva sobre el arte y su figura. Extrañará a algunos que tras un ejercicio crítico tan visceral a la génesis de su cine, Kitano retomara el género en las recientes Outrage y Outrage Beyond, pero ya lo dijo mi compañero Pablo en su estupenda crítica a Outrage: «Kitano ha vuelto, el de siempre, más cambiado que nunca. La vieja Yakuza ha muerto.»
Un director muy interesante, aunque yo me quedo con su «El verano de Kikujiro»