Hace un tiempo, en un festival de cine, tuve una desastrosa conversación con un israelí acerca del cine que se destila por allí. Yo estaba gratamente sorprendido porque casi toda el cine que degustaba de Israel resultaba bastante combativo, mezcla de un cine con una mirada crítica e irónica sobre la religión judía, a la vez que se constituía como un cine social bastante amargo y una mirada lúcida al conflicto y la ocupación de Palestina. Mi interlocutor esbozó una sonrisa amarga y dijo algo así como ‹Sí, la misma mierda otra vez. Estamos cansados de ese cine, siempre lo mismo›. Luego dijo unos cuantos nombres de cintas que, tras interesarme por ellas, resultaban a todas luces un cine escapista y sin sustancia.
Ya sea en Sevilla (hace años que podrían haberle dedicado una sección paralela simplemente al cine israelí), en Sitges (lo flipamos en colores con Big Bad Wolves hace dos años) o cualquier festival pequeñito de los que molan, la cinematografía de Israel parece empeñada en huir de los clichés que planean sobre su sociedad desde Europa (o más concretamente, desde cierta izquierda europea). Y sin embargo mucho de ese cine tiene la etiqueta de “la misma mierda de siempre, otra vez”, mirado con ojos patriotas, como pasa en otros lugares (se debería hacer un especial con el cine español y la supuesta obsesión con la guerra civil o las tetas, o de igual manera el cine balcánico con las guerras de inicio de los noventa).
No hace falta más que seguir un poco las elecciones que están teniendo lugar en Israel en estas fechas para ver el nulo interés que despierta Palestina en el debate, por ejemplo. El mismo interlocutor me dijo que los árabes ya no son un problema para los israelís. Mal asunto.
Y sin embargo, muchos cineastas israelís sí parecen indagar en esos problemas de manera concienzuda. Entre ellos y destacando por encima del resto por su filmografía, a la que siempre vuelve una y otra vez al conflicto israelí-palestino, se encuentra Eran Riklis, que estrena esta semana Mis hijos (Dancing Arabs, 2014). Es por ello que lo elegimos como nuestro director de la semana y volvemos la mirada atrás para hablar de La novia siria (The Syrian Bride, 2004), vista por un servidor en el Festival de Cine Europeo de Sevilla.
La verdad es que Riklis es un cineasta que me gusta pero que suele pecar de unos personajes impostados y que actúan en ocasiones como marionetas. Incluso a veces el tono se le escapa de las manos y nos regala un drama de esos con buenas intenciones y poco más. También ha tenido aciertos, como la interesante Los limoneros (Etz Limon, 2008), tal vez su obra más conocida fuera de las fronteras (las oficiales, jajajajaja, toma chiste geopolítico) israelís. Por otro lado, La novia siria es un cóctel que está en varias ocasiones a punto de irse al traste, de acabar siendo una dramedia con unos personajes deleznables que roza por momentos los peores lugares comunes del cine social. Y sin embargo…
El inicio nos pone en situación de manera ágil y concisa; una mujer drusa va a contraer matrimonio con un primo que vive en Siria, por lo que debido a la situación política de la zona significará de facto perder la opción de volver a su casa algún día. Es, por tanto y a los ojos de la sociedad patriarcal, una traición a la cultura de los drusos. Unos drusos que siguen oponiéndose a la ocupación de los Altos del Golán, donde mayormente se concentran. Además, esa zona es reclamada por Siria desde la última guerra entre Israel y Siria.
Aún así y a pesar de las dudas de la novia y la oposición de los líderes locales, la boda sigue adelante. Incluso llega el hijo que hace años se marcho de casa harto de tan poco porvenir en su patria. La historia se vuelve coral, con sencillas subtramas que se siguen con interés. Por ahí tenemos como decía al hermano que regresa a casa después de años de ausencia, y llega con una mujer rusa y un niño que no habla la lengua paterna; por ahí anda también otro hermano que se dedica a no dar golpe en la vida y trapichear mientras va de mujer y mujer. También tenemos a una extranjera que trabaja para la ONU en la frontera (recordemos, Siria e Israel oficialmente siguen sin estar en paz), que resulta ser la última adquisición del mencionado hermano. Tenemos a un padre que se erige como figura importante en su comunidad que rechaza al hijo que se marcho tiempo atrás y aún así es el instigador de la boda… en fin, por estar, también está a la maravillosa Hiam Abbass haciendo de madre sufrida.
Riklis se maneja con soltura a la hora de ponernos en situación y presentarnos a los personajes y sus conflictos. A pesar de la presumible gravedad de los acontecimientos que vislumbramos, todo está contado de manera simpática, con un cierto humor que no hace sangre en ningún momento y agiliza el ritmo. El problema llega en la segunda parte de la cinta, donde uno empieza a temer que todo acabe siendo amable hasta decir basta, sobre todo cuando las subtramas acaban tomando la senda de lo visto mil veces.
Es entonces cuando se está a punto de salir corriendo de ahí. Cuando resulta que nada es tan grave y todos podemos llevarnos bien con unas pocas frases lapidarias. Y entonces llega la media hora final, lo mejor de la película.
Si hasta entonces la cinta se apoyaba en un guión coescrito por Riklis y Suha Arraf con un tono bien marcado, la cosa cambia en su parte final, más negro, desde el humor al drama, y sobre todo más afilado. Puede que las tramas familiares acaben terminando justo como alguien que ha visto cualquier peli de bodas de los años noventa sabe que suelen acabar, pero en contraposición tenemos la historia de la novia, que no se resuelve de manera satisfactoria.
Por sensaciones, la obra de Riklis acaba por funcionar a pesar de algún tropezón narrativo en su parte media. No tanto su conclusión, sino todo lo que acontece en su final, resulta maravilloso, explicado de manera sencilla, en ocasiones sin palabras. Su cineasta tan sólo necesita dos teléfonos sonando en soledad para descubrirnos como estaban las cosas entre ambos países. La cámara se descubre amarga y triste siguiendo los acontecimientos. Esta parte final que te deja cierto sabor amargo redime los pecadillos de su director y eleva la obra.
Desde entonces sigo la pista a su cineasta y a esa hornada de directores israelís que siguen haciendo la misma mierda una y otra vez; desde el cine religioso, el drama social o incluso esas películas sobre el conflicto israelí-palestino y la ocupación.