Ahora que se estrena Selma en nuestras pantallas (Ava DuVernay, 2014) toca echar la vista atrás y hacer una alternativa. Para la ocasión hemos decidido hablar de Spike Lee, un director que gusta bastante en la web y su Get on the Bus, inexplicablemente traducida como La marcha del millón de hombres (1996).
Selma sigue la estela de una nueva ornada de cintas sobre el racismo y la lucha de los derechos civiles de la población afroamericana. Una nueva tanda de películas que tienen más en común su estilo «soft» sobre el tema y la etiqueta de biopic a cuestas, por mucho que se promocionen como “un biopic no al uso”, pero no engañan a nadie.
El contexto de Get on the Bus nos sitúa a mediados de la década de los 90 y la marcha del millón de hombres que recorrieron la capital del país de las oportunidades, como eco del pasado por las marchas que protagonizaron algunos líderes negros reclamando justicia e igualdad. Pero ese es sólo el contexto, la película no habla de ella, se detiene en un puñado de hombres que recorren 4.800 kilómetros para llegar a tiempo a la marcha. Esto le da pie a Spike, con un libreto escrito por Reggie Rock Bythewood, para hablar de la situación contemporánea de la población negra, de todo lo que los une y las grandes diferencias económicas, culturales, de clase e ideológicas de una población heterogénea, llena de contradicciones y al que sólo les une el color de la piel. Y como veremos en la cinta, hasta esto se pone en duda.
El inicio nos presenta a unos personajes que en primera instancia se mueven más como estereotipos, así tenemos a un joven que inicia sus aventuras como pandillero, otro que es policía y lleva a cuestas que es mulato (padre negro y madre blanca) y en el fondo de su alma lleva con amargura la muerte de su padre, también policía, asesinado por un pandillero negro, un aspirante a actor que se mueve como ese personaje secundario cómico de cualquier «buddy movie» ochentera, un anciano que tiene la suficiente edad como para haber estado en la propia marcha de Selma, un homosexual o un pandillero reconvertido a musulmán que trabaja poniendo paz en las calles. Todos negros, todos con algo que decirle a la persona de al lado.
Así pues, lo que le interesa al director neoyorkino es tratar las relaciones entre ellos para acabar por formar un mosaico de lo que significa ser negro. Con el paso del metraje los estereotipos se hacen pedazos, dejando un panorama desolador entre una comunidad que ya tiene poco de comunidad, valga la redundancia.
Sus conflictos son explotados dependiendo de la condición de cada uno y de las historias personales que llevan a cuestas. Es reseñable el desprecio que algunos sienten por el homosexual, o por el mulato policía. Todo es un tira y afloja entre ellos, creando un baile de acercamientos y distanciamientos mostrado con soltura por la garra del cineasta, que sigue usando muchos de los recursos que le hacen reconocible, desde esos barridos de cámara en las conversaciones, que van ganando intensidad e incluso violencia cuando la situación se tensa, a unos espacios exteriores filmados como si fuera territorio hostil, quemado, dando la sensación que el único refugio que tienen los protagonistas es el interior del autobús.
Algunas subtramas no funcionan en absoluto, y hay determinados momentos que funcionan peor que el resto. Sin embargo, cuando menos te lo esperas Spike te regala una escena empapada de reflexión cargada de ironía y mordacidad, como ese personaje que recogen a mitad de camino porque también desea ir a la marcha, para descubrir que es un arribista que sólo quiere ir a esa marcha para vender coches a los negros. Lo difícil de aceptar para ellos es que un “hermano”, como se llaman entre ellos todo el tiempo, hable y actúe como un racista sureño salido de una peli tonta sobre el racismo. Puede que el color su piel sea negro, pero por momentos parece que entre las indicaciones del director estaba la firme creencia que su personaje tenía que comportarse como un blanco racista. Si encima está interpretado por un Wendell Pierce (The Wire, Treme) que en pocos minutos se come la pantalla, mejor aún.
La película esta salpicada de estos momentos, como esa situación donde el conductor debe ser sustituido por un blanco y la hostilidad que esto despierta en un autobús lleno de negros (y un mulato, diría un integrante del bus con sorna).
Como decía, la marcha le interesa poco o nada a Spike. Él se centra en ese autobús y el microcosmos que representa. La parte final, donde todas las historias de los personajes se van cerrando funciona bastante bien, incluso la del viejo cuando finalmente explica porque se dirige a la marcha, y como él nunca participo en las reivindicaciones de su juventud, ya que sólo quería un buen trabajo y ascender. Y digo incluso porque su personaje de inicio no deja de ser el más estereotipado de todos, ese viejo borracho que cuando habla resulta ser la voz de la razón.
La película acaba con un breve monólogo dirigido más al espectador (al espectador afroamericano), hablando sobre el presente y el futuro.
Así, Spike Lee, un director al que siempre le ha acompañado la polémica, acaba resultando alguien que tiene mucho más que decir a su comunidad que a los blancos o al poder establecido, por mucho que quede bien claro que todavía hay problemas sin resolver (ese momento con la policía entrando en el bus, en fin, sin comentarios, se agradece que algo visto mil veces en pantalla resulte tan verdadero y auténtico). Pero sus dardos van hacia la comunidad negra, con unos integrantes aislados y que actúan como islas solitarias luchando su propia guerra.
No dejo de preguntarme qué le habrá parecido al bueno (y siempre cabreado) de Spike la película Selma. Los tiempos han cambiado y Get on the Bus parece una extrañeza en estos momentos de corrección política (sí, Selma, por mucho que retrate lo que retrate, no deja de ser pura corrección política).
Bien podría haberse rodado Get on the Bus ayer mismo y mi impresión es que seguiría igual de vigente, con preguntas y más preguntas.