La obsesión por la imagen parece haberse convertido en una de las mayores inquietudes del nuevo siglo tanto para el espectador como para unos cineastas que, aprovechando la cada vez más creciente era tecnológica, han encontrado un filón indispensable a través del cual elaborar un reflejo sostenido en la capacidad de esa imagen por continuar indagando en su esencia. Zachary Wigon, debutante para la ocasión y —al parecer— experimentado en esos lindes donde el nexo humano se pierde y da comienzo algo así como una cyber relación (?), nos sumerge con su The Heart Machine en ese estudio pormenorizado que ya ha dejado no pocas (y jugosas) aportaciones para entablar una conexión que decide desechar la cómoda superficie de la relación 2.0 y termina reservando en su interior una reflexión mucho más interesante de lo que a priori podría parecer.
De este modo, el vínculo establecido entre Cody y Virginia no se conforma con sostener una correspondencia a distancia que además certifica las contradicciones habituales de este tipo de relaciones, y Wigon traza una (en cierto modo) incómoda línea que las amplifica. Ese aspecto se verá refrendado en especial por la presencia de un personaje femenino a través del cual el cineasta decide no armar ni mucho menos un juego narrativo o psicológico que bien podría haber sido el eje de esta The Heart Machine, sino dejar en el aire una causa cuyas consecuencias se pueden atisbar debido al tipo de situación que decide alimentar Virginia. Una situación que, por otro lado, llevará a Cody a un extremo que a su vez sirve como espejo de una circunstancia en la que bien podría verse reflejado cualquiera, y es que pese a que las acciones que emprende para intentar llegar a Virginia se antojan excesivas e incluso bordean la psicopatía en más de una ocasión, profundizan en un estado reconocible, donde la más absoluta de las obstinaciones se apodera del ser llevándole a actuaciones límite. Es así como Wigon edifica su discurso en torno a esa obsesión por la imagen y halla en Cody un conducto idóneo para plantearlo sin por ello exponer ni al personaje ni su carácter —no por más desequilibrado menos humano—.
Donde termina planteando, no obstante, una disertación verdaderamente interesante es en la razón central de la actuación de Victoria. Sumida en un terreno donde lo físico se impone y teje una red que, sin parecerlo en la superficie, termina deviniendo irrespirable, decide ampararse en un contexto donde la distancia se antoja primordial para sujetar una relación que se resguarda en el sentimiento como principal razón de ser. Así, Wigon decide dar un giro al panorama en el que se maneja y, lejos de demonizar esa plataforma tan capaz de urdir nexos como la vida misma, la comprende como un ente necesario para apelar a algo más que el físico, trazando un desencanto fácilmente asumible que se manifiesta a través de la más extraña de las decisiones. Es, de este modo, The Heart Machine algo más que una ventana a ese fascinante universo que se nos ha abierto gracias a las posibilidades de lo visual y al examen minucioso de este aspecto, y lo manifiesta en un último acto capaz de sembrar dudas en el espectador, siendo algo más que un mecánico anexo del diálogo entablado por el cineasta, y desnudándose en un epílogo que, pudiéndose considerar en parte innecesario, refrenda un factor humano que nunca desaparece en el film de Wigon y es más que significativo para comprender la esencia de una propuesta donde el soporte físico no lo es todo.
Larga vida a la nueva carne.