Para un servidor supone un gran honor la oportunidad de poder reseñar una película de uno de los más gigantescos referentes del cine de autor de todos los tiempos como fue el inolvidable cineasta indio Satyajit Ray. Y es que a pesar de que la figura de este genio nacido en la Calcuta aún regida bajo los designios del Imperio Británico sigue ostentando una profunda fuente de adoración por parte de los amantes del cine más introspectivo y por tanto catalogado con la etiqueta de arte y ensayo, me da la sensación que las nuevas generaciones de aficionados al cine no veneran en su valía a un director que quizás no posea esa fascinación instantánea asociada a los más importantes nombres ligados a la cinematografía oriental, pero tampoco ese glamour vinculado a las estrellas surgidas bajo los dogmas del cine clásico europeo o norteamericano. Heredero de una familia de clase media alta de la India de principios de siglo XX, Ray cultivó una rica formación en diversas artes y campos culturales mucho antes de que el autor de Los jugadores de ajedrez decidiera dar el paso de dedicar su vida al cine tras el hechizo que le supuso contemplar la obra maestra de Vittorio de Sica, Ladrón de bicicletas.
La hipnosis irradiada por esta imperecedera pieza de cine arte italiano moldeó el carácter y forma de ver el cine de Ray en sus primeras obras cinematográficas, muy influenciadas éstas por las doctrinas más radicales del neorrealismo de trincheras. No obstante con la experiencia que otorga el paso de los años, las películas de Ray empezaron a gozar de los ingredientes propios ideados por un cineasta de intensas convicciones humanistas y sociales muy preocupado por ese choque motivado por los cambios generacionales y esa dicotomía tradición/modernidad tan presente en las mejores obras paridas en el continente asiático. A diferencia de su colega y amigo Ritwik Ghatak —que centró su mirada en la observación de la vida en los entornos rurales asfixiados por las supersticiones brotadas de las tradiciones ancestrales hindús—, el cine del fundador de la Trilogía de Apu focalizó su interés en ese ente extraño devorador de conciencias y filantropía que adquiere el nombre de la gran ciudad. Así, las mejores cintas de Ray producidas en los años sesenta y setenta presentan como protagonista invisible y amenazador a la gran urbe como motor inspirador de transformaciones y revueltas localizadas en la sociedad bengalí, retratando pues a partir de este paradigma indeleble las bondades, ilusiones e igualmente miserias inherentes en las clases medias seducidas por la fascinación ligada al dinero y al capitalismo de serie en la Bengala de la segunda mitad del siglo XX.
En esta línea de cambios y novedosas perspectivas idiomáticas, Ray produjo en 1963 una de sus más importantes obras maestras: La gran ciudad. Con esta nueva propuesta, Ray abandonaba los trillados campos sembrados con la simiente neorrealista para adoptar una disposición más emparentada con el melodrama clásico nipón de talante antropológico situando su objetivo en los intrincados laberintos que componen la unidad familiar como nido de residencia y encuentro de personalidades diversas, pero también como núcleo fulminador de libertades en virtud de los nexos de dependencia tradicionales arraigados en este entorno fundador de minúsculas sociedades compuestas por unos pocos miembros. Uno de sus puntos a resaltar es, sin duda, el encuentro del autor de Charulata con su Setsuko Hara particular: la bellísima y extraordinaria actriz india Madhabi Mukherjee, una intérprete depositaria de un rostro limpio, puro, carente de la contaminación propiciada por el éxito y su consiguiente ego de estrella. Actriz de la que brota un naturalismo innato presente únicamente en esas artistas que han bebido la profesión desde el aprendizaje congénito exento de escuelas de arte dramático e impostadas promociones curriculares. Así, gracias a esta reunión de talentos, la cinta igualmente alumbra como un canto a favor del feminismo otorgando a la mujer un papel que huye de la mera comparsa que sirve exclusivamente para dispensar descendientes y el trabajo esclavo asociado al ama de casa, para apostar por la rebeldía, la independencia y el valor de la mujer en el mantenimiento del bienestar económico y afectivo del ente familiar, alzando pues a la parte femenina de la pareja como un eje esencial en un marco de relaciones de igualdad con la parte masculina, siendo este cuadro de relaciones el único posible para poder alcanzar la felicidad en un hábitat tan competitivo, inhumano, sobre poblado y alienante como resulta cualquier gran urbe moderna conquistada por esas desdichas e infortunios tan característicos del progreso y la modernidad.
Un colega cinéfilo definió La gran ciudad como una película que si hubiera sido interpretada por actores con ojos rasgados sin duda hubiera afirmado con rotundidad que detrás de la cámara estaba la mente de Yasujiro Ozu. Esta aseveración me parece la mejor forma de catalogar a una obra que aspira la filosofía y doctrinas del cine japonés clásico en la medida que sitúa la cámara en los íntimos rincones del hogar familiar transformando de este modo a la lente del objetivo en un ojo curioso siempre atento a los más ocultos y recónditos detalles desde un punto de vista cercano alejado pues de toda complejidad narrativa, hecho que no me cabe duda logra conectar espiritual y afectivamente al espectador con cada uno de los personajes radiografiados por la portentosa cámara de Ray. Porque en la trama no sobra ni un solo personaje, sino que todos aportan en mayor o menor medida su granito de arena para hacer fluir sin prisas pero sin pausas un argumento naturalista en el que a priori no acontece ningún suceso impactante que haga derivar a la cinta hacia terrenos de un género concreto, sino en el que simplemente seremos testigos del rutinario discurrir vital de una familia que podría ser la de cualquiera y que por tanto da fe de pequeñas historias que nos tocan por haber sido experimentadas en nuestra propia estirpe en algún instante pasado. Por consiguiente una de las más cautivadoras virtudes que ostenta el film emerge del enamoramiento instantáneo que el espectador sentirá hacia los personajes fotografiados en su privada dialéctica por Ray, lo que provocará que sintamos un cierto vacío al final de la película debido a la ruptura de ese fugaz vínculo creado por el cineasta con los espectadores que han contemplado su obra maestra.
La cinta narra la sencilla historia de una familia tradicional que vive en un pequeño apartamento situado en el centro de Calcuta. Ray se apoya en este punto de partida para diseccionar los problemas y anhelos de esa emergente clase media india hipnotizada por los efectos del capitalismo y los efectos de la modernización padecida por su ancestral cultura, pero en la que aún existen ciertas rigideces supersticiosas que impiden a los ciudadanos de la gran ciudad convertirse en moradores por pleno derecho del mundo occidental. Así en un primer instante Ray fijará su atención en Subrata Majumdar, un joven empleado de banca que trata de sacar adelante con su minúsculo salario ganado en la entidad financiera a su familia compuesta por sus padres (esa familia arcaica formada por la ama de casa obediente y un padre antiguo maestro que observa como sus alumnos han prosperado socialmente frente al estancamiento sufrido por su familia, suceso que atormenta su cansada y maltrecha existencia), su hermana pequeña más preocupada por descubrir los misterios de la adolescencia que por las dificultades domésticas, su hijo pequeño y su bella y combativa mujer Arati Mazumder (Madhabi Mukherjee). Los deseos de prosperidad y avance social inherentes desde tiempos inmemoriales en la clase media/baja (aquella que contribuye con sus impuestos al mantenimiento del orden social en virtud de sus ansias de progreso y sus miedos a caer en la indigencia) incitarán a que Arati acepte un trabajo como vendedora de máquinas de coser para de esta manera complementar el pobre salario marital. A pesar de las reticencias mostradas por su temperamental suegro y en primera instancia por su tradicional marido (celoso de que la belleza de su esposa atraiga a sus posibles compañeros de trabajo), la necesidad acarreará a que Arati acepte el empleo como vendedora en una empresa manejada con el yugo de la doctrina capitalista por un extraño empresario decidido a contratar a mujeres en virtud de la mercancía objeto de su negocio. Aunque Arati no sabe apenas hablar inglés, su osadía y empeño beneficiará su desempeño diario consistente en visitar las ostentosas residencias de la nobleza de Calcuta, abandonando poco a poco su dócil y atemperado carácter por medio de su relación de amistad con una joven de origen británico que estimulará los ideales de libertad y lucha por los derechos laborales de la mujer en el talante de Arati. Todo este engranaje familiar y social se complicará el día en el que el banco en el que trabaja Subrata quiebre dejando en la calle y sin ingresos al cabeza de familia, pasando pues la familia a depender económicamente del único sustento aportado por el sueldo como vendedora de Arati. ¿Cómo podrán soportar los hombre la vergüenza de ser mantenidos por el trabajo de una mujer?
Con una elegancia supina que permite construir un ambiente realista fácilmente asimilable por el espectador, unido al carácter exótico que viste el ropaje de la película, Ray edificó una de las más grandes obras maestras de la historia del cine, sin duda para el que escribe una película de imprescindible visionado para todo aquel que desee empaparse de séptimo arte en estado puro. Porque La gran ciudad desprende humanismo desde un retrato generacional que no rinde dependencia de su ubicación geográfica, sino que resulta igualmente asimilable en cualquier familia ubicada en los lugares más cercanos o recónditos del globo terráqueo. Y este humanismo fue creado por Ray desde la total ausencia de complacencia, moldeando una pieza sofisticada que esquiva el sensacionalismo para lanzar un grito de exaltación a esa mujer inmersa en las opresoras sociedades machistas de raíz patriarcal sometida pues al yugo dictatorial de la tradición y la miseria económica. Puesto que lejos de reproducir desde las vísceras y la derrota esa miseria latente en las clases medias de las modernas ciudades indias, Ray optó por acuñar esta infelicidad desde la belleza que ofrecen los ojos y el rostro de Madhabi Mukherjee. Los primeros planos de la intérprete hindú enamoran desde el primer enfoque. Se nota que Ray se hallaba espiritualmente enamorado de su actriz no rehuyendo por tanto en mostrar primerísimos planos que hipnotizan por su preciosa divinidad, frente a las tomas más alejadas con las que capta al resto de integrantes del reparto. La perfección técnica que exhibe la cinta revela también la influencia que en el cine de Ray tuvieron los grandes maestros del cine nipón como Yasujiro Ozu o Mikio Naruse, puesto que ciertos planos filmados en el interior de la residencia familiar de La gran ciudad evocan directamente a esas maravillosas secuencias filmadas a ras de suelo para captar la profundidad de las habitaciones y receptáculos que componen el hogar de Yasujiro Ozu, revelando así la compleja arquitectura de las esquinas y pasillos de la morada doméstica, pero también de la emocional que componen las vivencias en el seno familiar.
Me faltan las palabras para calificar a una película única, especial, de esas que marcan con su estilo y seña de identidad la mentalidad de toda persona interesada por descubrir el arte en su más profunda medida. Puesto que La gran ciudad no sólo se destapa como una experiencia cinematográfica sin parangón, sino que resulta una pieza de un conmovedor talante antropológico que empapa el alma del espectador con su inspirada radiografía de ese mal que atenaza a las clases medias de cualquier sociedad moderna en continua esquizofrenia por conservar su espíritu no corrompido por la maldad y el progreso con esa querencia a dejarse abandonar por los vicios y degeneraciones que permiten a los mismos avanzar en la escala social a sabiendas que habrá que pisar a alguna víctima inocente. No se la pierdan.
Todo modo de amor al cine.
Si, es una obra maestra, con un encanto exótico, tal vez alejado de los clichés occidentales, pero que lleva, en sí una carga social de Denuncia muy fuerte. No es necesario el panfleto para motivar, es lograr encontrar las sutilezas, que paradójicamente, que golpeen los sentidos. Brillante película, una radiografía de los fenómenos contradictorios que se producen en las ciudades en desarrollo. Nada más que halagos merece esta pieza fílmica,con un final majestuoso.