Uno de los conceptos más manidos a la hora de valorar una película es el de la modestia. Una palabra que como un mantra se asocia a la sencillez, a la austeridad, a la escasez de medios y a la vez se eleva como una virtud que hace florecer la gran historia, o película en su totalidad, que vamos a contemplar. Como si el mero hecho de afrontar desnudos, despojados de pretensiones fuera un valor «per se». Tirez la langue, mademoiselle es, un muchos sentidos, claro ejemplo de dicha clase de cine.
Lógicamente tampoco hay que irse al polo opuesto y denigrar por completo los resultados (y mucho menos las intenciones) del film. Porque sí, es cierto, estamos ante una película modesta en medios, escasamente original en su historia (un triángulo amoroso de toda la vida), que tiene en la aproximación cálida hacia sus personajes y de un cierto retrato social, tan delicado en formas como (presuntamente) punzante en el fondo, sus principales armas de seducción. Cierto es que nada chirría demasiado y la fluidez con la que se desarrolla la historia, como se construye con pequeños esbozos, es ciertamente adorable. Sí, no es difícil “enamorarse” de los pequeños conflictos, por archiconocidos que sean, y de el ambiente parisino que destila, aún sin localizarse (y esto sin duda tiene un mérito innegable) en los ambientes más típicos de la capital francesa.
Y sin embargo… hay algo decididamente rutinario en en el conjunto. Los mismos travellings, los mismos gestos, los mismos diálogos… un «déjà vu« constante que impide una implicación empática total. Ciertamente este es un fenómeno que podríamos achacar a multitud de autores. Rohmer (con el que se ha comparado la película), por ejemplo, acusado de repetir una y otra vez la misma obra. No obstante comparar la iteración argumental con la rutina mecànica se antoja una comparación un tanto baladí. La repetición en sí misma puede ser un mecanismo de fluidez entre obras para compactarlas en un continuum, en un todo universal cinematográfico. Cuando adoptas las mecánicas a nivel meramente superficial como en Tirez… queda eso, la sensación de ejercicio inane, escaso de profundidad. Como una puesta en escena bidimensional carente de fondo.
Así pues, aproximarse al film de Axelle Ropert es tan excitante como comerse un algodón de azucar. Dulce y atractivo a la vista, pero tambien empalagoso y un tanto repelente. No podemos negar que aciertos como la perfecta integración del subtexto referente a la multiculturalidad ayudan a digerir tanta melosidad hasta el punto de hacer más creíbles los momentos más “duros” de los conflictos que surgen, sin embargo se nos antoja un escaso bagaje defensivo para sostener el film de forma más sólida. Un producto pues, que a pesar de su efectividad en composición, resta incapaz de generar la emotividad que quizás precisaría la historia; un punto de desequilibrio o de riesgo que podría romper las armonías formales presentes pero que despertaría la vibración necesaria para engancharse, introducirse, sentir, en definitiva, la potencia emocional de la obra.