A la vez que uno asiste al plano secuencia que cierra Eva Van End, puede constatar las referencias que navegan en el film del debutante Ten Horn sin jerarquizar del todo un relato que de tanto en tanto encuentra en sus constantes algo más que un espejo ajeno, no llegando a ser nunca monopolizado por algunas de las fuentes de las que parece nutrirse el cineasta neerlandés. Tanto esa capacidad de no entregar su obra premeditadamente a préstamos como el talento para intervenir un esqueleto ya conocido —familia disfuncional que recibirá a un nuevo miembro capaz de trastocar hasta extremos inimaginables su particular cotidianidad— transformándolo en algo con propiedad capaz de integrar desde el drama más extravagante a la comedia más decididamente patética —componente este marcado de modo inevitable por la incapacidad de algunos personajes a asumir sus verdaderos roles— hacen de Eva Van End uno de esos debuts cuya virtud no reside en la singularidad o incluso la condición de «rara avis» de la propuesta, sino más bien en el tesón por transformar cada uno de los relatos colindantes que atañen a esa familia en un todo a través del que poder diseminar algo más que un contexto o entorno. Así, los nexos que el cineasta va tejiendo entre sus distintos personajes en ocasiones ni siquiera interpelan como si de un contexto familiar se tratase, y más bien parecen vindicar la propia condición que cada uno de los protagonistas que pueblan ese extraño universo donde no toda función del camino recorrido consiste únicamente en encontrar un sitio —en especial por las neuras que subyacen en ese pretexto—, también en refrendarlo como necesidad para encontrar cierta independencia además de en ese núcleo familiar, en un exterior que casi siempre se muestra voraz con ellos, incluso con personajes como Manuel más allá de esa impostura a la que se acoge a modo de coraza.
Si bien es cierto que en Eva Van End no todo resultan virtudes, algo ciertamente lógico teniendo en cuenta que nos hallamos ante una ópera prima, y que el film de Ten Horn en ocasiones adolece de realizar ciertos subrayados musicales o de no terminar de adquirir una cohesión más marcada y ciertamente necesaria, podemos decir que como mínimo nos hallamos ante una obra repleta de sugerentes apuntes, alguna que otra secuencia en la que se atisba un talento innato para trasladar al imaginario de la cinta momentos clave e incluso unas muy medida aportaciones a nivel interpretativo. Es en la faceta visual, pues, donde el holandés logra afianzar su propuesta, dotando con ello de mayor presencia a aquellos momentos que deben poseer una marcada importancia en el conjunto, algo que termina mostrándose en hábiles construcciones en base a milimetrados planos secuencia e incluso en la consecución de un clímax que se alza como herramienta primordial al arrojar cierta luz sobre la posición y condición de sus personajes. Así, y por más que la sombra de cineastas como Wes Anderson o Todd Solondz —el primero, a nivel visual, y el segundo a nivel temático, aunque sin conservar toda la acidez de la que suele hacer gala el autor de Happiness— planeen sobre esta pieza un tanto peculiar tan capaz de rasear como de hallar picos en su edificación visual, Eva Van End se siente en todo momento independiente y dispuesta a armar un discurso propio, donde las fuentes no intercedan y podamos ver en Michiel Ten Horn una promesa que si es capaz de pulir defectos y concretar virtudes puede devenir en un nombre a tener en cuenta. Esperaremos con impaciencia Aanmodderfakker.
Larga vida a la nueva carne.