‹Un día, mientras yo estaba en el Lago Salado de Magadi (Kenia), por necesidades de una película, vi a tres jóvenes que llevaban una bolsa extraña en el cinturón. Cuando les pregunte qué era, uno de ellos se adelantó y con mucho orgullo sacó una pluma, una pizarra y una tiza. Jadeante, me dijo que estaba de camino a la escuela. Hacía dos horas que había dejado el pueblo y corría hacía la escuela bajo el sofocante calor. He viajado mucho y he conocido muchos niños alrededor del mundo; cerca de carreteras, en la sabana, en la jungla, pero hasta ese día nunca había sido consciente de las proezas que estos niños deben realizar para tener acceso a una educación›
Así presenta Pascal Plisson su documental Camino a la escuela, un largometraje profundamente humano que realza y defiende el valor de la educación a través de los propios interesados en recibirla. Tres niños y una niña de entre once y trece años, de lugares tan distantes entre sí como la India y la Patagonia argentina pasan diversas peripecias, cada uno a su manera, para poder llegar a recibir sus clases.
De este modo se presentan cuatros historias alternativas: un niño keniata que tiene que atravesar la sabana junto a su hermana durante 15 kilómetros cada mañana para llegar a la escuela, una niña marroquí que recorre todos los domingos más de 22 kilómetros a través de escarpadas montañas para acabar en su internado, un chico de la Patagonia que se desplaza cada día a caballo durante 18 kilómetros para llegar y, la de mayor superación, un pequeño indio residente en el golfo de Bengala que va en una rudimentaria silla de ruedas y al que sus hermanos tienen que acompañar cuatro kilómetros cada mañana para que llegue a clase.
Son cuatro historias, cuatro situaciones que para los niños pueden parecer muy normales, pero que precisamente por impensables resultan dignas de una película como esa en esta parte del mundo. Plisson aprovecha las fantásticas localizaciones que ofrecen todos los lugares donde rueda para ofrecer un auténtico espectáculo visual. La dirección fotográfica realiza un trabajo impresionante filmando paisajes sobrecogedores.
Las cuatro tramas reparten buenas dosis de optimismo, humanidad y alegría. Al final, en todos los lugares del mundo, uno va a la escuela acompañado de amigos o hermanos, comparte con los demás la pequeña alegría del día a día. A la larga, si alguna pega se le puede presentar a la película de Plisson es que cumple su objetivo demasiado rápido; posteriormente son varios niños recorriendo su camino.
Precisamente por esto, forzando un poco la maquinaria, el realizador francés hace que a sus protagonistas les acechen todos los peligros posibles del camino: los animales salvajes en Kenia, la silla de ruedas que se rompe en la India o los fallos del propio cuerpo, en este caso un tobillo doblado, en Marruecos. Es una manera de alargar una propuesta que vende muy bien su mensaje en los primeros minutos del metraje, pero que acaba haciéndose algo larga.
Nadie le puede restar mérito a un documental que cumple perfectamente con su objetivo, que es cercano, empático y entrañable. No obstante, caer en el sentimentalismo de una forma tan descarada le hace perder algo del impulso pedagógico que lleva a esta obra a la propia razón de su existencia. En cualquier caso, un documental necesario, sobre todo ahora que la enseñanza parece condenada a reinventarse y uno no se da cuenta de que a veces vale solo con la base: alguien con conocimientos y dispuesto a compartirlos, y alguien con curiosidad decidido a beneficiarse de esta oferta.