La mujer pantera (1942), hito del cine de terror de la RKO, nació del choque de talentos de dos figuras imprescindibles: la del director Jacques Tourneur y la del productor Val Lewton. Ambos, sobre un libreto de DeWitt Bodeen, lograron depurar una poética del miedo basada esencialmente en la sugerencia, cuyo origen está en algo tan frecuente como la escasez presupuestaria. Antes que funcionar como limitación, esta privación económica incentivó la imaginación de ambos autores, empujándoles a desarrollar una particular forma de encarar el miedo que alcanzaría una de sus cumbres más imborrables en la cinta antes mencionada.
No es de extrañar que Schrader mostrara interés por versionarla. La historia de una mujer que teme convertirse en pantera si consuma el acto sexual no deja de ser una parábola fantástica sobre el miedo al deseo, o una reflexión en clave de terror sobre la liberalización sexual y sobre la represión de nuestros instintos. Si el film de Tourneur trabaja su discurso estrictamente bajo la superficie, a través de insinuaciones de todo tipo, en el de Schrader ocurre lo contrario: se verbaliza el conflicto de la protagonista y su naturaleza eminentemente sexual queda subrayada constantemente.
Esto, que podría parecer un defecto, no lo es necesariamente. Es sólo que ahora el cuento de terror ladino y esquinado original ha adquirido carácter de thriller erótico y psicosexual, multiplicando la sensualidad de sus imágenes y recurriendo a una simbología onírica y surrealista que expresa más frontalmente la propia sexualidad torturada del personaje principal. Ahí está la clave: en el deseo como fuente de dolor. Aunque el guión venga firmado por Alan Ormsby (autor, por cierto, de dos títulos de terror tan heterodoxos como Niños, no jueguen con cosas muertas y Crimen en la noche, ambas dirigidas por el reivindicable Bob Clark), hay mucho de la visión del mundo que Schrader ha aplicado a lo largo de su filmografía.
De entre los cambios más relevantes llevados a cabo en esta nueva versión, la inclusión del hermano de Irena, la protagonista, es uno de los más significativos. Interpretado por Malcolm McDowell (lo que ya garantiza muchos momentos de locura y mal rollo), refleja en su fanatismo religioso y su dolorosa resistencia al pecado la fe calvinista que Schrader mamó toda su vida, y que en su obra suele tener siempre connotaciones de sufrimiento tanto físico como moral. En un mundo en el que el pecado resulta omnipresente, nuestra debilidad sólo puede fortalecerse a través del auto-martirio, de la lucha interna entre el grito de nuestra naturaleza y nuestro frágil sentido religioso y moral.
«No es amor. Es sangre», le dice en un momento determinado McDowell a Kinski. La voracidad sexual, tanto en el film de Tourneur como en el de Schrader, lleva implícita la muerte y el asesinato. Es decir, pone de relieve la incompatibilidad de deseo y moral. Lo sexual implica una animalización real de la persona; la metáfora adquiere cuerpo recurriendo a una apócrifa leyenda ancestral que, en la versión del autor de Mishima, conjuga diferentes niveles de mutación y una estabilidad necesariamente anclada en lo incestuoso. Las bestias pacerán con las bestias.
Fatalismo, amor, muerte y deseo se mezclan en una trama llena de referencias simbólicas y sexuales, quizás algo irregular en su desarrollo (el ritmo decae en su última media hora), pero que sabe insuflar personalidad y fuerza a un conjunto que podría haber sucumbido a la banalización del original. No es el caso. Schrader decide llevarlo a su propio terreno, de forma sugestiva y elegante, confiando en la portentosa y magnética belleza de Nastassja Kinski, una mujer felina a la que muchos gustosamente daríamos nuestra vida en pleno coito.
El resultado es una película de terror inteligente y morbosa, aderezada ocasionalmente con instantes líricamente sangrientos y con atmósferas densas e irreales (similares, en su misticismo y aroma ‹eighties›, a las de la tronadísima El exorcista II: el hereje, del también radical John Boorman), que vuela alto cuando se aleja del original (el ataque a la prostituta, la amputación del brazo, el personaje del hermano, el encuentro sexual de Kinski y John Heard) si bien no pueda dejar de emular, con un mimetismo respetuoso pero algo convencional, algunos de los ‹highlights› del film de Tourneur (la mítica escena de la piscina, prácticamente calcada).
En fin, que Paul Schrader, que ahora vuelve a los territorios de oscuridad que le dieron fama y prestigio con Adam Resucitado, planteó una lectura incómoda e hiper-sexualizada del personaje, que, si bien muchos admiradores de La mujer pantera han encontrado vulgar y discutible, sigue conservando un magnetismo venenoso y animal muy estimulante. Además, claro, de permitirnos disfrutar de la belleza deslumbrante de Nastassja Kinski… o de los divinos pechos de Annette O’Toole. Desde luego, quien no se consuela es porque no quiere.