Luna en Brasil tan solo retrata un corto período de vida de la poetisa Elizabeth Bishop, hecho que permite a la película desmarcarse de las convenciones típicas del biopic (entendiendo este último como la exhibición de una vida, normalmente de un personaje famoso que por el hecho de ser conocido se supone merece nuestro interés). Ello da libertad al director Bruno Barreto para trazar una libre e interesante deconstrucción del crecimiento (tanto personal como profesional) de la artista en cuestión, centrándose en el romance que dicha poeta vivió con la arquitecta brasileña Lota de Marcedo Soares. Este romance, vértebra principal de la película, se convierte en el escenario perfecto para reflexionar sobre temas en cierto modo trascendentales, como vienen a ser el amor, las relaciones humanas, la amistad o el complejo cruce entre ideales políticos y una carrera artística (pensemos en el proyecto de ensueño de Soares, cuya ejecución fue posible gracias a la irrupción de un golpe de estado). Pero este escenario también sirve al director para dinamitar y construir desde cero las bases del manido género que es el romance.
Y no solo por tratarse de una historia de amor homosexual (recordemos que esta no es —ni de lejos— la primera película exhibida en terreno “comercial” en cuyo eje central encontremos una historia de amor entre sexos iguales: ahí quedan los ejemplos de Brokeback Mountain, La vida de Adèle o Philadelphia). Lo que realmente destaca de Luna en Brasil es su capacidad por retratar una historia de amor carente de tópicos y concesiones. Barreto nos muestra cómo la pasión que une a las dos protagonistas (esta atracción irrefrenable a la que solemos llamar amor) no responde a ninguna lógica, ni tampoco a ningún plan que el destino tenga previsto para nuestra felicidad. Es sencillamente esto: atracción. Una atracción que, por ser irracional, no tiene en cuenta el grado de compatibilidad que pueda haber entre las dos personas que la sienten, como tampoco la conveniencia de que estén juntas. Sencillamente, se trata de una atracción que existe o no existe. Tan interesado está el director en señalarnos este hecho que no tiene ningún miedo de mostrarnos sin tapujos la parte más oscura de la personalidad de las dos protagonistas.
Y aquí es donde encontramos el que probablemente sea el aspecto más interesante de Luna en Brasil: esta capacidad por generar empatía hacía dos personajes en cierto modo detestables. La una alcohólica y amargada, la otra consentida e infantil; ambas interesadas por encima de todo en solidificar los muros de su mundo imaginario, utópico y poco realista. Pero dichos personajes desprenden tal credibilidad, al mismo tiempo que sus defectos son expuestos con tanta naturalidad, que uno no puede más que sentir interés hacia ambas mujeres, tan egoístas como entrañables, tan infantiles como creíbles. En este aspecto, la película de Barreto en cierto modo hace pensar en el caso de Mommy: un tipo de cine cuyo poderío emocional nace de la exposición de los defectos de sus protagonistas, que por su brutal credibilidad, consiguen un grado de empatía pocas veces visto en la pantalla. Pero si algo diferencia la película que nos ocupa de la de Xavier Dolan es esta naturalidad anteriormente mencionada, esta capacidad por mostrar las cosas tal y como son de una forma casi transparente. Una naturalidad gracias a la cuál disfrutamos del visionado de Luna en Brasil sin apenas recordar la rareza que aún a día de hoy supone encontrar una historia de amor homosexual en las salas de cine comercial.