Álvaro Brechner tiene algo de los periodistas parlamentarios ingleses del siglo XVIII. Aquellos Jonathan Swift, Daniel Defoe o Richard Steele que, al no poder hablar directamente de lo que ocurría en el Parlamento, creaban mundos para informar de lo que sucedía a través del arte de vender sueños. Creaban historias dentro de otras historias, a la manera de las matrioskas rusas, de tal forma que uno debe profundizar un poco para saber lo que quiere decir en realidad.
Kaplan es una película que se confirma en ese estilo de disfrazar la realidad. Pero ya en su debut, no hace tanto tiempo, Brechner apuntaba estas maneras en su reconocida opera prima: Mal día para pescar.
Curiosamente, el propio argumento de la película habla sobre las apariencias. La cinta trata sobre un antiguo campeón de lucha libre que sigue creyendo que puede derrotar a cualquiera con los vestigios de su antigua fuerza, y de su manager, un estafador de pacotilla que intenta hacer negocio aprovechando el pasado de su campeón. Su tour de ciudades en las que armarse una buena bolsa les lleva a una pequeña población en Uruguay, donde el rumbo de los acontecimientos se torna en algo completamente inesperado.
Al igual que sucede en Kaplan, la película se vende como comedia, pero no se puede definir como tal ese humor ácido de los personajes que viven pendientes de tiempos mejores, que tratan de usar el humor mordaz como escudo y sirve para desdramatizar situaciones que, tratadas de otra forma, habrían sido como un drama (el luchador viejo y enfermo, el carismático estafador que, pese a sus esfuerzos, no tiene ni para gasolina, la pareja joven que no puede casarse por faltas de recursos) Durante toda la película estas historias mínimas se usan como un conglomerado de algo más.
Porque Brechner es especialista en crear una trama matriz, un argumento sólido que sigue, sin distraerse, desde el comienzo hasta el fin. Ahora bien, esa trama está rodeada de tantos y tantos elementos que contribuyen a aumentar su valor total que al final lo que el director nos quiere vender como lo principal termina siendo casi una excusa para dar una visión bastante más compleja de un todo. Es decir, se puede decir que el cineasta uruguayo utiliza un episodio anecdótico para dar voz a una situación mucho más total.
También se puede ver en su cine un gusto por los personajes hastiados, vapuleados, la omnipresente y poco atractiva tristeza de las criaturas que luchan por vivir, en palabras de Donna Tart. Por ello será difícil encontrar una película de Brechner con algún personaje al que las cosas le salgan rodadas. Todos tienen algún tipo de tara, presente o pasada, que les impide desarrollarse como la mejor versión de sí mismos, algo de lo que intentan huir.
Además, ya en Mal día para pescar se encuentra una mezcla de géneros que, en un principio, podría parecer descabellada, pero que sin embargo encuentra el punto de equilibrio justo en la mezcla. Comedia, drama, algo de cine noir e incluso western se dan cita en la opera prima, y sin embargo está claro que se utilizan solo como recurso: la película dista mucho de ser pretenciosa. Al revés. Los pocos medios con los que se cuentan son magníficamente aprovechados.
En el fondo, como ya se dejaba entrever al principio, cómo muchos de sus protagonistas, Álvaro Brechner está hecho un vendedor de sueños. Pero a diferencia de ellos, son sueños en los que él aun cree con todas sus fuerzas. Y logra transmitir esas fuerzas a la gran pantalla, para darnos, si no unas obras únicas, al menos un cine siempre distinto que resulta cada vez muy interesante.