Abarcar el cine de Lisandro Alonso es una de esas empresas que se antojan complejas en un único visionado. Describir, no obstante, la multiplicidad de capas y lecturas que provee su cine, las relaciones humanas (y, por qué no, animales), sus retratos familiares —si realmente se les puede llamar así— en ocasiones coartados por la mirada (tanto propia como del espectador), la libertad de un celuloide para el que no hay límites, que escapa a su concepción para generar espacios que otorguen nuevas preguntas (o respuestas) e incluso la fuga emocional en un contexto que nos distancia de sus protagonistas, que prefiere observar, evitando lo obvio y dejando para el espectador la misma independencia en la mirada con la que él concibe su cine sería, más allá de nuestra percepción, quizá un pobre estímulo si comprendemos que su obra, su visión, huye de todo corsé, incluso del de ese (en ocasiones) mal llamado cine de autor. Esto último se evidencia especialmente en una visión transparente donde el marco no acota las posibilidades del relato, más bien las expande y termina equiparando la importancia tanto de lo que se muestra (o se sugiere) como de lo que no. La experiencia filmada, pues, termina por resultar complementaria (más que nunca) con la percepción del espectador, algo relativamente común que en el cine de Lisandro Alonso cobra una dimensión capaz de lograr que ese diálogo establecido durante el visionado no únicamente se prolongue, sino además obtenga extensiones posteriores de un universo fílmico que se va descubriendo cada vez con mayor trazo y cuya expansión no es sino una consecuencia directa de una concepción que se mueve con la más absoluta de las libertades.
Quizá sea ese el motivo por el que Jauja pueda resultar un punto de inflexión en la filmografía del porteño. No es que, ni mucho menos, el cineasta haya huido de las características de un cine marcado a fuego por una concepción de la que no es fácil escapar, es que ha conducido su último trabajo a algo que parecía nunca llegaríamos a ver en una película de Lisandro Alonso: la referencialidad. Es así como se embarca en un viaje de cuyo formato ya se pueden realizar deducciones, tanto por el hecho de evocar una época pasada —es evidente que Alonso nos remite a la era del technicolor, así lo indican desde la iluminación al tipo de planificación— como de entrar en un terreno onírico que hasta ahora uno podía únicamente deducir, pero jamás ver representado o reconstruído a través de la imagen. Pero esa decisión no incurre en una solución caprichosa, más bien consecuente para con lo que se nos narra, que no deja de ser un periplo (otro de tantos, en el cine del argentino) de tintes imaginarios, algo que queda reforzado (una vez más) por los encuentros que el medio irá suscitando con el protagonista y, en especial, por un último tercio en el que Alonso decide proponer un cierre que en cierto modo socava los cimientos de lo que hasta ahora era su cine, pero no hace sino concluir el relato con coherencia. Un relato que nos traslada desde la ilusión al desconcierto, que encuentra (más que nunca) en lo simbólico un nuevo páramo quizá no tan fascinante como sí lo logró ser con anterioridad, pero con una capacidad de evocación que permanece intacta, y que conserva en la figura de Lisandro Alonso una de esas pequeñas ofrendas que, calen o no más hondo a través de su cine, resultan tan necesarias como reivindicables en el panorama actual.
Larga vida a la nueva carne.