Pixote arranca con una breve secuencia en tono documental, en la que el director Héctor Babenco ofrece una breve introducción a las puertas de la favela de Diadema, en São Paulo. En ella expone el tema que abordará y presenta a Fernando Ramos da Silva, un niño que vive con su familia en este empobrecido barrio y que protagonizará a continuación el filme. Esta atípico prólogo nos avisa de la dimensión de realidad que se nos va a mostrar. Siguiendo la tradición del cine neorrealista, los personajes son actores no profesionales, niños de la calle en situaciones similares a las del protagonista. La historia es una versión ficcionada, aunque con intenciones casi documentales, de la situación de desamparo en la que viven muchos menores de edad en los barrios más deprimidos de Brasil.
Lo que sigue pasado este prólogo es una historia dividida en dos partes claramente diferenciadas. En la primera de ellas, Pixote es encerrado con otros niños en un reformatorio por el supuesto asesinato de un juez, donde será testigo de los excesos de unas autoridades que les utilizan constantemente como cabezas de turco. Con un tono profundamente ácido y desencantado, Babenco se centra durante esta mitad de la narración en exponer la impunidad de las instituciones y sus abusos, sin escatimar tampoco en las críticas a los discursos pedagógicos vacíos y adornados que se manejan desde otras esferas, y mostrando, en definitiva, la indefensión de los internos del reformatorio ante su entorno, que va alimentando su necesidad de huir.
La segunda parte, sin embargo, descubre una realidad aún más cruda y con una exposición bastante más radical de los niños protagonistas. Tras escapar del reformatorio, Pixote se asocia con tres compañeros (Chico, Dito y Lilica) para sobrevivir en la calle, entrando en una espiral de violencia y marginalidad, y metiéndose en una multitud de asuntos turbios en los que les veremos robar, traficar con drogas e incluso cometer asesinatos. El tono más dramático de la primera mitad deja paso a una sensación de incomodidad constante al ver la falta de escrúpulos de Babenco para exponerles en circunstancias morales durísimas e inquietantes. Es destacable en ese sentido el esfuerzo por evitar maniqueísmos, para no edulcorar una historia que tiene tanto de carácter puramente reivindicativo como de intento de trasladar de manera fiel la vida de sus personajes, con todos sus claroscuros. En ese sentido es donde el guión muestra un cierto distanciamiento emocional cuando es preciso, abandonando paternalismos innecesarios, pero sin dejar por ello de cargar las tintas contra el entorno que les ha llevado a esta situación.
En ambas partes, la narración ocurre en gran parte a saltos, sin continuidad inmediata entre las escenas, dando la impresión de ser una historia episódica y sin rumbo claro, con la intención tal vez de captar la incertidumbre de la situación del protagonista, sujeta al devenir de los acontecimientos y conformando una narración tremendamente cruda y sin concesiones a un público que se verá expuesto constantemente a secuencias perturbadoras. En todo momento hay una sensación pesimista de fondo, de personajes que están condenados a vagar por una vida marginal de la que no pueden salir. Pero eso no debería llevar a engaño, porque de la misma forma en que centra su atención en mostrar toda la carga dramática de sus situaciones (con un aplomo y una sobriedad que se echan mucho en falta en otras obras del género), Pixote también es a su manera una película que atesora sus escasos momentos de calma, centrando en varias ocasiones el punto de vista en la amistad de los personajes como vía de escape a su realidad. En ese sentido hay que destacar una escena de Pixote hablando con Lilica y Chico en la playa, o el inocente juego en el que simulan un atraco en el reformatorio.
Con todos estos aciertos, cabía aún la posibilidad de que en la búsqueda de los extremos la película perdiera su conexión con la realidad, y por suerte no ocurre así. Una de las grandes cualidades de la cinta es que nunca, ni en los buenos ni en los malos momentos, deja de transmitir una terrible sensación de naturalidad. El director de Carandiru realiza un excelente trabajo no sólo en la narración, dejando de lado muchos artificios innecesarios, sino en su labor de dirección de actores no profesionales o con escasa experiencia. Logra sin ir más lejos sacar un registro impecable de Fernando Ramos, quien interpreta a su personaje con una sinceridad apabullante, reflejando en su expresión la desolación y perturbación de un niño que ha perdido su inocencia. Lo mismo se podría decir del resto de un reparto que sorprende por su solidez y dedicación, de entre los que hay que destacar a Jorge Julião en el papel de Lilica, el adolescente «crossdresser», y Marilia Pera como la prostituta Sueli.
En definitiva, Pixote, la ley del más débil es una experiencia de contrastes tan extremos como las experiencias de sus protagonistas, que encuentra en una exposición sincera y visceral su mayor virtud para una historia en la que no sirven las medias tintas. La inolvidable secuencia final ofrece un broche perfecto a una trama que tristemente tiene más de realidad que de ficción, como demostraría seis años más tarde el final trágico, abatido a tiros por la policía, de Fernando Ramos, el Pixote de Babenco.
Héctor Babenco se caracterizó por mostrar esa cara oculta de las grandes desgracias del ser humano. Se internó en lo más oscuro de la hipocresía de la sociedad y con tintes dramáticos nos sacó de esa zona de confort en la que estamos continuamente insistiendo.