Tan casual como deliciosa resulta la coincidencia que ha reunido este año al senegalés Djibril Diop Mambéty con un certamen como el que se celebra en la Ciudad Condal cada mes de noviembre, y es que observando el cine del ya fallecido autor de Touki Bouki —y tomando, de paso, ese film como ejemplo—, uno puede llegar a muchas conclusiones, y probablemente no todas vayan en la misma dirección, pero si hay algo que realmente merece la pena destacar es la absoluta libertad de la que hacía gala en la senda hacia una trayectoria que no sólo le define por haber sido uno de los grandes cineastas africanos. Ese trecho en particular es compartido con un certamen en el que a medida que entras, parece cobrar vida propia: ya no es cuestión de si el trato humano o las formas resultan más o menos correctas —aunque pocos peros se pueden deducir hablando sobre L’alternativa en ese aspecto—, más bien de un acercamiento que hace el prisma desde el que se genera un festival así un ejercicio libre como pocos; algo así, no obstante, podría resultar una obviedad, pues es evidente que todo festival selecciona los films que pasarán a formar parte de su line up, dejando de lado tanto los ineludibles compromisos como esa vena comercial siempre implícita en inauguraciones y clausuras —inexistente, como es lógico, en L’alternativa, además de por una cuestión discursiva, por lo inteligente que resulta reformular esas sesiones insertando alguna película de las retrospectivas cada año programadas—, pero en este caso en concreto esa selección va más allá de un mero criterio formal: lo interesante es continuar moldeando con paso firme una línea en la que el audiovisual es un formato en expansión dispuesto a cualquier empresa.
Es por ello que encontrar incluso cortometrajes que bordean el videoarte resulta algo común y (en ocasiones) estimulante en L’alternativa. Ya no se trata tanto de diluir las líneas entre lo narrativo, discursivo y formal, sino de otorgar una complexión renovada a la imagen. Y ahí es donde realmente L’alternativa triunfa ofreciendo ofreciendo un repertorio —tanto en SO como en paralelas— que describe y escenifica a la perfección esa senda, llevando al espectador a lograr algo que no siempre es posible en un festival —y a lo que atañen, además de las selecciones realizadas, el tiempo, otro aspecto que se cuida al detalle, no apelotonando sesiones sin ton ni son—, y que no es otra cosa que la reflexión durante y después, contando incluso con cineastas involucrados y ofreciendo un espacio propicio.
Dirigiéndonos a esa mentada SO, de nuevo se han conseguido reunir títulos que nos pueden llevar desde el experimento formal —como, en parte, mostraba la particular Naomi Campbel— hasta el seguimiento y expansión de filones conocidos —la particular propuesta narrativa de Ventos de agosto da fe de ello—, pasando incluso por reformulaciones tan sugestivas como la que realizaba la ganadora, Ben O Degilim, o directamente la mordacidad y el salto al vacío que proponía Corneliu Porumboiu en su Al doilea joc, todo ello sin olvidar ese rincón más social o incluso la despedida del documentalista Harun Farocki. Lo mismo podría decirse de una recopilación de cortometrajes que quizá ha comprendido alguna sesión no tan potente esta edición —de ahí, en opinión de un servidor y méritos aparte (que los hay) el triunfo de Ser e voltar en el Premio del Público—, pero ha vuelto a dejar títulos tan interesantes y dispares como Intro, el magnífico Symphony No. 42, los animados My Dad o Through the Hawthorn, e incluso el ganador The Claustrum o el sugerente De vuelta a la calle Aeolus.
En definitiva, un certamen que ha vuelto a dejar entrever esa autonomía y atrevimiento que ya venían ofreciendo en anteriores ediciones, y que no podría encontrar mejor marco que ese CCCB en el que transcurren visionados, debate y, porqué no, algún momento de celebración para algo que ya es toda una celebración en sí.
Larga vida a la nueva carne.