La disertación un tanto tronada y personal de su protagonista abre un film de contrastes en el que dos debutantes, Nicolás Videla y Camila José Donoso, segmentan un discurso que a partir de ese instante quedará compuesto por fragmentos ficcionados —que en realidad no dejan de ser un reflejo del periplo que sostiene Yermén, esa tarotista cuya intención es iniciar un nuevo periplo a través de una operación de cambio de sexo— y retales filmados por ella misma, donde capta un estado anímico siempre diluido en exposiciones que giran sobre temas recurrentes, más que en su vida, en su cabeza.
Es así como las constantes cuestiones en torno a esa sexualidad a partir de la cual busca un cambio quedan dirimidas por un lazo inestable con el género masculino, fundamentada en la relación que posee con un muchacho de su barrio. No es casual, pues, que ese videodiario que sostiene Yermén como acuerdo tácito con los cineastas para exponer sus sentimientos esté plagado de rotundas declaraciones en las que, más que desprecio, se sostiene una extraña supremacía que rara vez no se traduce en enfrentamientos verbales ante los cuales no busca un desencuentro, sino más bien una reafirmación propia. Se deduce de ello que el conflicto de Yermén no radica en un odio visceral hacía los hombres, lo hace en una repulsa a lo que representan como tal o, mejor dicho, a lo que ella cree que representan. De ahí que los choques con su compañero de idilio se produzcan, a priori, por temas tan nimios —más allá del incidente en el coche, Yermén siempre alude motivos que se antojan más fruto de su propia perspectiva que del comportamiento de ese muchacho—; incluso podría decirse que el desapego —en ningún momento llega a revelar ya no una muestra de amor, sino del más mínimo afecto— hacía su figura acrecenta esas constantes, por más que él vuelva a rondar a Yermén vez tras otra, en ocasiones con resultados fructíferos, pero generalmente a través de una distancia definitoria.
Lo que se podría comprender como una actitud en cierto modo despectiva, no es otra cosa que el espejo de lo que en última instancia nos muestran Videla y Donoso: la aceptación propia como motor (esta vez sí) para iniciar un nuevo camino sin necesidad de condicionantes amparados en un Reality Show y, por ende, una operación cuyo único objetivo es maquillar lo que el quebradizo comportamiento de Yermén no puede. El encuentro de un particular amparo en esa otra mujer que también desea recurrir a la cirugía estética para parecerse a Naomi Campbell, y esa última visión en forma de estampa como si de una virgen se tratara, no dejan de ser una ilusión que alimenta aquello que la protagonista parece negarse a aceptar: su cambio está en sí misma y no en el punto de inflexión que le permita ser una mujer a nivel físico.
Todo ello es plasmado por sus directores en Naomi Campbel, contando tanto aciertos —no deja de serlo esa confrontación de formatos— como decisiones erróneas —el merodeo casi inevitable de una propuesta con esas bases, la fuerte personalidad de la protagonista anteponiéndose en ocasiones a la obra…— en uno de esos trabajos que como mínimo muestra unas inquietudes presentes y una convicción inquebrantable en su propuesta, matices que terminan haciendo de Naomi Campbel una cinta que, sin llegar tan lejos como se podría esperar, representa una piedra de toque lo suficientemente convencida y esmerada como para continuar prestando atención a este cine que se mueve entre márgenes con un innegable espíritu.
Larga vida a la nueva carne.