Dicen que los ojos son el espejo del alma, y tal vez por eso los cruces de miradas siempre han sido tan magnificados por cine, literatura y arte, por el hecho de que, por un momento, quizá hagamos realidad la ilusión de ver el interior de otra persona simplemente por el hecho de mirarla a los ojos y que este acto sea recíproco.
El tiempo de los amantes no es una película que parezca querer salir de los estándares clásicos: pretende, ni más ni menos, que contar una historia de amor que comienza con un simple cruce de miradas de dos desconocidos en un tren. Emmanuelle Devos, actriz bohemia entrada en años, y Gabriel Byrne, profesor de literatura afincado en Gran Bretaña, son los encargados de poner cara a este cuento pseudo romántico en( sorpresa) París. Eso sí, la capital francesa tendrá una marcada connotación negativa.
Y es que a pesar de ser de allí, el personaje de Devos está en Calais representando La Dama del Mar (de hecho durante los créditos iniciales habrá un pequeño homenaje a Ibsen) pero tiene que viajar a París para hacer una audición. En el tren desde Calais será donde cruce miradas con un Gabriel Byrne, que intenta acercarse a ella preguntándola por una dirección. A todo esto, Devos está emparejada, pero su trabajo hace que su relación sea a distancia y que coincida poco con su novio. Una vez hecha la audición, le quedan horas que gastar en París y decide tratar de encontrar de nuevo a ese desconocido, a ver que ocultaba tras sus ojos.
Decía que París, en esta ocasión, tiene una marcada connotación negativa, y es que pese a querer hacer una fábula sobre el amor a primera vista, lo que le ha terminado por salir a Jérome Bonnell es una parábola sobre el ritmo de vida de la gran ciudad: decisiones rápidas, carreras por el asfalto, personas presurosas y amor instántaneo. La mayor parte del metraje el único interés que hay es ver la gran interpretación de Emmanuelle Devos de la mujer estresada, correteando sin parar por las calles parisinas de un lado a otro como pollo sin cabeza.
Ella es la protagonista absoluta del film, y eso que su personaje contiene todas las extravagancias de la historia, cosa que se usa como técnica para alargar un poco la cinta: entre el principio y el fin de la historia transcurren más o menos diez horas. Habrá incluso a quien se le haga más largo.
Por su parte, Gabriel Byrne permanece en un segundo plano, mustio, hierático, sin mucho que decir. Tampoco da tiempo a que se le caracterice plenamente. Quizá eso forme parte del encanto para los amantes de la aventura.
A cambio, Bonnell ofrece un puñado de secundarios capaces de sacar las carcajadas del públicos en sus escasas apariciones gracias a ese humor galo tan peculiar, especialmente el erudito Gilles Privat que hará de Rodolphe. Lo único malo es que el propio sentido de la cinta hace que estos personajes sean tangenciales a la historia, por lo que no podemos disfrutar mucho más de ellos.
Este amor de diez horas resulta más anecdótico que otra cosa, una historia que puede resultar veraz, pero ni conmueve ni emociona ni perturba el alma y los sentidos. Ni el drama resulta potente ni la comedia es suficiente. Al final se queda a medio camino entre lo que pretende y lo que consigue, sin llegar a perdurar ni por un momento en la memoria del espectador una vez se levanta de su asiento para abandonar la sala.