«Todos soñamos con volver a ser niños, incluso los peores; tal vez los peores más que nadie.» (The Wild Bunch —Grupo Salvaje, 1969—)
Quítese “los peores” a la frase y póngale “los marginados”, y obtendrá el resumen perfecto y la auténtica intención de los cineastas.
La Pivellina, una películas del año 2009 recuperada en el festival de cine Europeo de Sevilla en la sección Focus Europa (cuyo país invitado es Austria), se ha colocado como la mejor película del certamen en estos primeros tres días. Estamos ante una cinta sencilla y simple hasta decir basta, pero que toca el cielo con muy poco, ahí está uno de sus aciertos.
La historia comienza cuando una mujer cincuentona sale de su caravana del extrarradio de Roma para buscar a su perro perdido, de nombre Hércules. Se acerca a un parque gritando desesperada su nombre y entonces descubre a una niña de dos años abandonada en un columpio. No sabiendo que hacer y también anhelando cuidar y querer a una criatura, se la lleva a su hogar.
Lo que sigue es la rutina de un grupo de gente que sobrevive más mal que bien y que trabajan en un circo ambulante. Con esta sinopsis es normal pensar en una obra capital como El chico (1921, Charles Chaplin) y, de hecho, en un momento dado nuestra heroína ojea un periódico donde destaca precisamente una fotografía de Chaplin. La historia se centra en tres personas; Patty y Walter, pareja sentimental y artística que nunca tuvieron niños, y en Tairo, un joven que pasa a ser una especie de hermano mayor para la pequeña.
La candidez de la propuesta evita el subidón de azúcar, pues aunque tierna se esquiva la ñoñeria con maestría. Y esto se debe a unas interpretaciones de unas personas alejadas de la profesión de la interpretación y que por tanto resultan naturales. Pero sobre todo en una cámara que desde el inicio decide situarse pegada a la piel de los protagonistas, intimista, que captura a la perfección todos los detalles que le rodean, intentando captar la sensación de que si no hubiera cámara, la acción sería exactamente la misma. Y lo consigue. Incluso se vislumbra que en muchas de las situaciones hay margen para la improvisación, sobre todo con la niña. Y es que la cría no actúa, simplemente parece haberse acostumbrado a la cámara en lo que presupongo un arduo trabajo previo.
De todas formas estaba viendo la película y no dejaba de darle vueltas al tono y a la manera de estar rodada. Me recordaba mucho a algo. Luego caí en la cuenta, The Shine of Day, vista hace dos años en el mismo festival y reseñada aquí. Y no es de extrañar teniendo en cuenta que los responsables son los mismos. Resulta curioso observar como las dos cintas se hablan entre si y comparten ideas, personajes y sensaciones, a parte por un gusto por rodar en espacios naturales y sobre todo una calidad mirada hacía unas sencillas personas que resultan humanos aún en su derrota diaria.
Pero centrados en La Pivellina, nos quedamos con esos instantes donde se crea una extraña familia y donde vamos descubriendo con cuentagotas algunos detalles de los personajes, que pronto sabremos, se desviven por otorgarle una feliz infancia a la niña que ellos no tuvieron por diferentes motivos. Y entre caravanas, cortes de agua y visitas policiales se alcanza la felicidad en la pequeña comunidad. Es cierto que puede pecar de “película demasiada mona” para algunos, y su narrativa no ofrece muchos conflictos, tan sólo se limita a capturar el influjo de luz que adquieren la vida monótona de nuestros héroes. Desde la dirección se juega a coger a la niña como excusa y como catarsis para cambiarlo todo por mucho que el quehacer del día a día se mantenga.
No es un relato convencional, pues apenas encontramos impulsos narrativos más allá de saber si la madre volverá a reclamar a su pequeña. Pero sirva como ejemplo, todo el detonante nos acaba por mostrar la verdadera personalidad de Walter, el malhumorado artista circense, que intenta mostrarse poco apegado a la niña para descubrir en silencio que es quien más la necesita. Y ese cambio que por lo demás es algo arquetipo de estas relaciones y tampoco es que esté presentado de manera ingeniosa (una simple foto, lo más fácil, sencillo eficaz y mil veces visto), cala hondo. Porque sentimos como auténticos y reales sus emociones. Porque Patty y él son dos personas que se merecen tanto a la pequeña como esta a ellos.