Jeremy Saulnier deslumbró a gran parte de la crítica con Blue Ruin, su visual y árida historia de venganza que conoce estreno comercial estos días en nuestro país pero que ya se había llevado tiempo atrás muchos elogios por sus periplos festivaleros. Saulnier había estrenado 6 años antes una pieza que había pasado bastante más desapercibida, quizá por el mercado más reducido de público del que goza el cine de terror de nuestros días, Murder Party. En ella se cuenta la historia de un hombre, prototípico dibujo del ser solitario y marginal que disfruta en soledad de la noche de Halloween y recibe una misteriosa invitación para asistir a una fiesta en tan simbólica y popular festividad. Decide ir sin dudarlo, prescindiendo del típico maratón de películas que tenía previsto y de la compañía de su gato, encontrándose en un lugar donde tendrá celebración un concurso por lograr el asesinato más artístico de la noche: su propio asesinato.
Murder Party recurre a una formula tan requerida desde que el terror es género como es la mezcolanza y mixtura del horror y comedia. Este mestizaje suele lograr cotas bastante acertadas en realizadores que adopten un sentido para el género de verdadero respeto, siempre que se logre esa habilidad de conceder a la propuesta un fino sentido del humor que caiga en una parodia de ciertas restricciones. Esto se llevó a cabo con cierta desmedida en los años 80; al mismo tiempo que el slasher escalaba posiciones comerciales estratosféricas, nombres como John Landis, Joe Dante o Tom Holland insuflaban al género de un aire fresco de comicidad que respondía a las pasadas transgresiones ultra-violentas y áridas de la generación anterior de los 70 de los Hooper, Craven, Romero y cía. Saulnier parece proponer en Murder Party una propuesta anclada sin ningún tipo de sutilezas en el terror (ambientación en la noche de Halloween, recursos estéticos heredados directamente de clásicos del género, etc.) pero en una línea que deja en evidencia unas intenciones claras hacia el gag, la bufonada o la extravagancia; las medidas dosis de ambas vertientes (comicidad y terror) hacen que la propuesta del director de Blue Ruin sí funcione.
En la historia encontramos el cliché del personaje marginal en búsqueda de la supervivencia, cuando se vea retenido y esclavizado ante ese grupo de artistas que parecen simbolizar el reverso sarcástico de la mente criminal; estos, de carácter mayormente estereotipado, muestran en su efigie guiños nada sutiles a varias películas icónicas (Blade Runner, The Warriors, etc.) y serán los principales motores de la trama. Deberán realizar con la víctima el asesinato más “artístico” para lograr el dinero de una beca propiedad del organizador, un personaje tremendamente desaprovechado que no duda incluso recitar a Poe en uno de sus discursos. La destrucción física y moral del grupo de improvisados matarifes (que acabarán haciéndose pedazos, literalmente, entre ellos) es uno de los puntos más interesantes de la historia (donde parece querer llegar desde inicio) aunque sea la falta empaque de muchos de ellos donde la película encuentra su punto más flojo. Es digno de mención el calado snob de la variopinta pandilla y esa búsqueda ingenua de la celebridad tratando con tanta naturalidad sus macabros propósitos de conseguir la exquisitez siniestra de lo artístico. Destaca en simbolismo el rol interpretado por Macon Bair (protagonista de Blue Ruin) que con un atuendo bastante simbólico logrará representar ese tono de festín del horror con el que la película se quiere vestir, gozando de algunos de los momentos más alegóricamente divertidos.
Lo mejor de Murder Party es que su tono cómico no entorpece un sentido nervio hacia el cine de terror, principal handicap de este tipo de propuestas. Sorprende por hacer que sus dosis de hilaridad resulten bastante frescas en esos puntos donde la trama está tremendamente conectada con el horror, como esa persecución final a través de una fiesta de Halloween que muestra el lado más descriptivo del splatter, dejando en evidencia de paso las habilidades de Saulnier en la dirección. Este no duda en utilizar con ciertas destrezas los movimientos de cámara y el encanto del plano largo, con una carga musical que añade sordidez a la comicidad; esta unión, perfectamente controlada desde el inicio, será el principal acierto de un proyecto que tiene sus errores (destacando, principalmente, la irregularidad narrativa de su nudo) pero que sirve a la perfección para adivinar los sentidas vibraciones de Saulnier a lo expositivo, principal herramienta del realizador para su posterior y superior Blue Ruin donde lo cómico está dibujado con una sutileza estremecedora.