A estas alturas no vamos a descubrir a los hermanos Dardenne. Los belgas llevan desde la década de los noventa, concretamente desde La promesa (el punto de inflexión de una trayectoria de la que reniegan de sus dos primeras películas, por impersonales), con un sello inconfundible, preocupándose de historias naturalistas acerca de la marginalidad y la integración de unos personajes desprotegidos que tratan de encontrar su lugar en una sociedad que no se preocupa por ellos. Si hay algo en lo que destacan sobremanera los belgas, además de la regularidad en la calidad de sus filmes (desde el citado cambio en su estilo sólo bajaron el pistón ligeramente con El silencio de Lorna) es en la severidad, la trascendencia y la nula ñoñería en el tono de sus historias (pese a tratar temas en los que predominan los sentimientos por encima del resto) mediante la exposición de unos acontecimientos que deben ser juzgados por la audiencia sin apenas obstrucciones para sacar sus propias conclusiones. El dúo siempre ha reconocido que todos los aspectos de sus filmes están muy estudiados, y a pesar de la naturalidad que desprenden, apenas hay lugar para la improvisación. La mayoría de sus películas nos trasladan a situaciones tristes y sombrías, sin recrearse en exceso en la miseria, aunque en sus últimas incursiones asoma un pequeño halo de esperanza y comprensión en su mirada hacia las actitudes del ser humano. Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne nacieron y residen en Lieja, pero sus concienciadas obras suelen estar ambientadas en el decrépito escenario industrial de Seraing, una localidad cerca de los límites de Bélgica con Alemania, que supone el marco perfecto para situar a sus desamparados personajes.
La premisa de la última criatura de los Dardenne es muy simple y se puede resumir en escasas líneas: Sandra, una mujer que había permanecido en baja laboral por depresión, que vive con su marido y sus dos encantadores pequeños, descubre que sus compañeros de trabajo en una modesta empresa de paneles solares (carente de una representación sindical organizada) han optado por una prima salarial a cambio de su despido. Tras abordar a su jefe gracias a la insistencia de una compañera consigue que se repita la votación, pero solo tiene un fin de semana para intentar persuadir a cada uno de sus dieciséis compañeros de trabajo a renunciar a sus mil euros para que pueda mantener su puesto. Sandra, que no parece muy por la labor de actuar, recibe el apoyo moral de su esposo y se embarca en un peregrinaje puerta a puerta contra el crono, colocando a sus compañeros en una encrucijada. Allí se encuentra con todo tipo de reacciones, y descubre las presiones del jefe hacia sus trabajadores, que llevaron a catorce de éstos a votar en su contra en el primer sufragio.
La gran protagonista del último artefacto narrativo de los Dardenne, además de su actriz principal, es la actual crisis económica, aunque los hermanos belgas siempre han estado preocupados por la decadencia y las desigualdades provocadas por el liberalismo europeo que nos gobierna, incluso cuando su economía parecía más boyante. En Dos días, una noche se preocupan especialmente de la solidaridad y la ausencia de ella, la desesperación, y el sacrificio, preguntándose si es más urgente el bienestar del individuo o el del colectivo. El jefe se aprovecha del pavor y la inseguridad de sus empleados para imponer una situación en una época en la que cuesta llevarse un trozo de pan a la boca, por lo que resultan comprensibles ciertas actitudes egoístas de los empleados. El dilema que plantea consigue que nos cuestionemos constantemente cuál sería nuestra actitud ante esa situación. Evidentemente, el empresario es quien sale peor parado, aunque el único mensaje que queda plenamente difuso en esta combativa y ambigua incursión es que el mayor responsable de estas execrables acciones que se repiten sistemáticamente en la actualidad es el despiadado sistema económico que nos gobierna y exige a sus cómplices (las empresas) reducir gastos, y éstas por siempre hacer los recortes en perjuicio del más débil.
Como suele ser habitual en los Dardenne, se produce una fuerte conexión en el deambular habitual de sus marginados seres, de quienes nunca hay intenciones de desvelar detalles de su pasado al margen del contexto de la historia, realizando las acciones más cotidianas a través de su enfoque austero, desde el punto de vista de la protagonista. Uno de sus grandes logros en la dirección es su capacidad innata para sacar lo mejor de las féminas; un aspecto que resulta evidente después de haber visto Rosetta, El niño y El niño de la bicicleta. Marion Cotillard (la única actriz que ha ganado un Óscar a la mejor actriz por una película francesa) es una admiradora de los belgas y ha logrado que en su primera colaboración le hicieran un papel a su medida. La excelente actriz francesa es la primera estrella (lo más parecido hasta la fecha había sido la participación de la inmensa Cécile de France en su anterior filme) a la que recurren Jean-Pierre y Luc Dardenne, acostumbrados a utilizar actores sin excesivo caché internacional, pero que brillan con luz propia en su imaginería (Olivier Gourmet, Fabrizio Rongione y Jérémie Renier). Cotillard vuelve a demostrar que borda los papeles de mujeres frágiles, sumidas en la más absoluta de las depresiones por su situación personal (De óxido y hueso o El sueño de Ellis) encarnando a una mujer dubitativa y avergonzada, con una voz temblorosa, que es consciente de la complejidad y magnitud de su propósito mientras trata de combatir contra todos sus fantasmas personales, acompañada de sus inseparables pastillas y una botella de agua. Su personaje genera gran empatía con una actuación plagada de sensaciones, amparada en un lenguaje gestual admirable, transitando con los hombros encorvados y sin poder mantener la mirada fija con sus interlocutores durante mucho tiempo.
Los autores de Rosetta, formalmente, vuelven a presentar una atmósfera austera y absorbente, aderezada con momentos de intriga y tensión (la etiqueta thriller social puede sonar extraña para definir al dúo belga, pero todos sus filmes están bañados de una incertidumbre impresionante) gracias a su espontáneo, honesto e intimista estilo, mostrado a través de una agilidad narrativa encomiable (aunque sus obras se cuezan a fuego lento) caracterizada por hacerse valer de un tratamiento frío con evidentes reminiscencias del documental, para exponer situaciones que a priori pueden dejar la falsa sensación de ser anecdóticas, pero señalan con vehemencia la vulnerabilidad de sus personajes, sin utilizar música que subraye las acciones y renunciando a adornar la cruda realidad con elementos fuera de lugar; creando una atractiva galería de imágenes desnudas en constante movimiento que consiguen provocar cierto sentimiento de culpa e impotencia en el espectador al irrumpir en la privacidad de sus doloridos personajes. Los directores belgas siempre han otorgado más trascendencia a los cuerpos que a los rostros, pero en esta ocasión centran su objetivo en el bello (y algo demacrado) semblante de su actriz protagonista. Como es habitual, recurren al uso de la luz natural y tomas muy extensas captadas por su inseparable cámara en mano situada cerca de los personajes, que generan la sensación en el espectador de estar acompañando a sus atormentados seres, aunque en su última película el objetivo está bastante más relajado de lo habitual y no aparecen con tanta frecuencia planos cerrados, ni tomados desde la perspectiva de la espalda, otra de las señas de identidad estéticas de los Dardenne.
Como cité en el prólogo, los hermanos belgas suelen ser un valor seguro. Dos días, una noche se encuentra a un nivel parecido a la mayoría de sus propuestas, aunque no llega a los límites de desasosiego de sus dos grandes obras para un servidor (Rosetta y El hijo). En esta incursión recurren a una estructura más reiterativa, directa y minimalista (la protagonista repite la misma pregunta cada vez, y las reacciones iniciales de la mayoría de sus compañeros de trabajo, aunque poseen diferentes matices, son muy parecidas), con una narración cargada de más diálogos y menor complejidad que otros trabajos. Sin embargo, consiguen una obra más próxima al tratar un tema tan presente en nuestros días (que le puede suceder a cualquiera) renunciando a buena parte de sus característicos elementos alienantes que propiciaban situaciones más retorcidas y apasionantes. Hay un evidente aroma a Rosetta por otorgar tanta magnitud al asunto de la precariedad laboral. No obstante, mientras la protagonista del filme que les dio a conocer internacionalmente utilizaba la fuerza en su dura batalla por conseguir un trabajo, el personaje de Cotillard se hace valer de un procedimiento mucho más suave y humano para alcanzar unos objetivos similares. Toda la autenticidad conseguida en su último trabajo, sin embargo, está ligeramente empañada por una escena bastante inverosímil (un detalle inusual en su proceder del cual no me explayaré para no chafar la experiencia) relacionada con una recuperación en un centro médico en un tiempo milagroso.
Uno de los principales logros de esta Doce hombres sin piedad suburbana y concienciada es su gran observación sobre el comportamiento humano, con la habitual mirada de sus autores, comprometida y honesta, profundamente humanista, sin grandes aspavientos, pero con un delicado mimo por el detalle y la intimidad emocional, renunciando a los falsos maniqueísmos populistas y subrayados moralizantes, discursivos, y estereotipados que suelen acompañar a cineastas con preocupaciones sociales como Ken Loach y Fernando León de Aranoa, a quienes se les suele ver rápidamente el plumero. El lenguaje de los Dardenne se caracteriza por deparar reflexiones contundentes, carentes de juicios de valor, y mostrar rigor en el sondeo de unos personajes que, como sucedía con los del gran Robert Bresson, se ven abocados a una catarsis en la que abandonan circunstancialmente su aislamiento psicológico, y aunque carezcan de un futuro esperanzador, acostumbran a culminar su doloroso y tenso «vía crucis» con una pequeña victoria moral.
El universo del dúo belga, a pesar de su incuestionable sello personal, siempre ha transitado entre las preocupaciones del neorrealismo italiano (con menor sentimentalismo, claro está), la vertiente más social de la Nouvelle vague francesa, vista en filmes protagonizados por mocosos inadaptados (Los 400 golpes de François Truffaut y La infancia desnuda de Maurice Pialat), pasado por la frialdad en la exposición de los dilemas morales del citado Robert Bresson. Como sucede con algunos de los cineastas minimalistas contemporáneos con un registro muy acentuado (Hong Sang-soo con las inseguridades de sus artistas borrachuzos, Aki Kaurismaki con sus desprotegidos y marcianos seres, y Tsai Ming-liang con el vacío existencial de sus espectros sedientos de placer) siempre queda la duda de saber cómo manejarían su personal y apasionante puesta en escena apartando su mirada de, en su caso, asuntos relacionados con las desigualdades sociales, y otorgando mayor espacio al sentido del humor (los únicos momentos distendidos de la cinta se producen en el coche cuando la pareja protagonista escucha música). De todos modos, parece que los hermanos tampoco están muy por la labor de alejarse de sus situaciones y personajes favoritos. Mientras ofrezcan obras del calado emocional de la mayoría de sus propuestas, esa reiteración temática y rigurosidad estilística jamás supondrán un problema.