Historias de una escalera. Historia de una ciudad.
Top je bio vreo, adaptación de la novela de Vladimir Kecmanovic, nos habla de la cotidianidad en aquel Sarajevo sitiado durante el inicio de los 90, martirizado por la artillería enemiga, plagada de francotiradores, donde escaseaba la comida y los habitantes de un bloque de edificios sobrevivían como podían entre momentos cercanos o incluso tiernos y otros más tenebrosos.
Su inicio, aunque impactante, tiene todos los elementos para bordear el desastre; por regla general los proyectos con un niño mudo en medio de la barbarie acaban abocando al sentimentalismo más gastado y fácil y, sin embargo, su director, apoyado en un guión sin concesiones pero medido, huye de ello para retratar la vida normal de unos personajes que sentimos cercanos.
La cinta se detiene en dos miradas usando para ello a nuestro joven protagonista, que en la escena inicial pierde a sus padres tras un impacto de artillería en su piso mientras duermen. La primera mirada refleja la vida en el bloque de edificios y los habitantes que se encuentran en él, donde nuestro pequeño héroe asiste a pequeñas subtramas cotidianas, donde conseguir libros como medio de calefacción pasa a ser una prioridad entre encuentros y desencuentros vecinales. Nuestro protagonista, en estado de shock durante toda la cinta, es acogido por una familia vecina que intenta ser el apoyo moral en medio de la barbarie que tanto necesita. Desgraciadamente, a parte de hacer frente a la sinrazón de la guerra y de un enemigo invisible que intenta aniquilarlos poco a poco entre la metralla y el hambre del cerco, las personas sencillas que pueblan esta parte del relato deben hacer frente a una banda de matones formado por algunos de los defensores de la propia ciudad, cuando estos últimos deciden ubicar la casa de la novia del jefe en la antigua viviendo del chico. Pocos son los que plantan cara, salvo la nueva madre adoptiva que, como decía, trata de ser la luz de la razón y el cariño y no se calla ante nadie. Con dos ovarios, vaya.
La segunda mirada trata la relación del chico con otro joven y como van descendiendo a los infiernos morales, pasando las horas entre drogas, sexo y rock and roll, dedicándose a molestar al hermano y los colegas de su nuevo amigo, también defensores de la ciudad, enfrentados a muerte con los otros guerrilleros que no paran de “molestar” al bloque de vecinos.
La primera mirada rezuma autenticidad en el día a día de esos hombres y mujeres, serbios o musulmanes, atrapados en una cotidianidad que asusta, que entierran a sus propios vecinos delante del propio edificio, mientras que la segunda mirada extiende su reflexión a la propia ciudad, cuyo nexo es ese niño que ha perdido el habla y comienza a drogarse o incluso descubrir el sexo entre cigarrillos y prostitutas.
No hay paralelismos entre los atacantes que sitiaban la ciudad y los defensores, aunque hay una crítica muy clara y fuerte a estos últimos que no suele ser fácil de apreciar en el cine o en la propia sociedad de Sarajevo. No hay una razón lógica para las acciones de los primeros, mientras que los segundos acaban por ser un grupo de jóvenes con fusiles en las manos que se ven espoleados a la amoralidad y acciones censurables. De igual manera los dos grupos de defensores enfrentados, aunque llenos de corrupción y sin tener que rendir cuentas a nadie (queda claro que el policía, antigua autoridad moral, no puede hacer nada en la situación que se describe, por mucho que debiera hacer más) acaban por ser el día y la noche; los intrusos que rondan el edificio y complican la vida de los vecinos muestran un nivel de organización rozando lo mafioso y caracterizados por un ultra nacionalismo adquirido por la guerra, rebozando racismo ante el puñado de serbios del edificio, mientras que los segundos, encabezados por el hermano del amiguete del protagonista, son unos chavales que han cogido las armas y se pasan las horas borrachos o drogándose, matando el tiempo con unas cuantas amigas pero que más que un grupo mafioso acaban por ser una pandilla del barrio que por las circunstancias se ven abocados a su situación, y no muestran ese racismo por los serbios (aunque quede claro que esta diferenciación entre serbios y musulmanes tiene poco valor para los habitantes del bloque de edificios y sobre todo para los responsables de la cinta).
Esa crítica a esos defensores no suele ser habitual de encontrar, sobre todo por el carácter de héroes que adquirieron tras la contienda y porque entre los defensores podían encontrarse musulmanes, pero también serbios (el propio comandante encargado del “papelón” de defender la ciudad era un serbio que “traicionó” a su patria por el amor a su ciudad y sus habitantes).
Tal vez estas dos miradas no consiguen integrarse a la perfección, quedando en el aire la idea de dos películas bien diferentes que lastra un poco el resultado final. La parte final, alejada de la novela, acaba por ser demasiado excesiva y deja un sabor agridulce, por mucho que su cierre te deje sin aire y descorazonado.
So Hot Was The Cannon es una buena cinta, con algunas ideas brillantemente descritas y un palpable calor humano por sus maravillosos personajes secundarios atrapados en la niebla de la locura de la guerra, pero que al final no consigue ser la película definitiva sobre las vivencias del cerco de Sarajevo. Hay dos almas en la película que no terminan de resultar armoniosas, pero de igual manera tiene escenas que desgraciadamente perdurarán en la mente del espectador. Nunca se deja de seguir con interés lo acontecido, pero personalmente me quedo más con lo descrito en ese bloque de toda la vida entre vecinos, que se reprochan y se ayudan mutuamente, que lo que sucede fuera o las propias vivencias del chico.
La fuerza como describe las relaciones humanas y vecinales es digno de elogio. Por cercana, por agridulce. Habría que buscar en una obra de teatro (más que la posterior película) como Las bicicletas son para el verano para encontrar algo parecido en nuestro país.