Aquí tienen ante ustedes a un fan hasta la médula del cine de H. G. Clouzot. Soy de la opinión que Clouzot fue, lejos de comparaciones más o menos acertadas con otros cineastas, un pionero en lo que a la concepción moderna y seminal del thriller se refiere. Y es que a H.G. Clouzot se le denominó (muy desacertadamente para mi gusto) el Alfred Hitchcock francés, algo que a día de hoy sigue haciendo mucho daño a la estampa de autor total del director de Las diabólicas, que si bien es cierto ostenta algunas filias muy similares al director británico como ese gusto por las atmósferas sórdidas así como un empleo muy refrescante e innovador del segundo plano y de argucias visuales y escénicas para incrementar el suspense de las secuencias culminantes de sus obras, sin embargo su universo personal dista abismalmente del de su compañero de profesión, puesto que el sentido del humor tan característico del autor de Psicosis brilla por su ausencia en el más descarnado, malsano y yo diría que depravado y explícito cosmos tan recurrente en la carrera del autor de El salario del miedo.
Otro punto que ha dañado la inscripción sin tapujos al arte del francés, reside en el hecho de que el galo comenzó sus primeros pasos en la dirección de cine durante la ocupación alemana, siendo acusado por ciertos sectores de colaboracionista sobre todo debido al retrato crítico y algo cínico de la sociedad francesa que Clouzot efectuó en su obra cumbre El cuervo. Sin embargo, el talento innato que ostentaba este prodigio de cineasta, incitó a que los recelos iniciales fueran vencidos tras la culminación de una serie de obras de puesta en escena y temas muy adelantados a su tiempo como fueron Manon, Las diabólicas y El salario del miedo que situaron al director de Los espías en el lugar que merecía en el panorama cinematográfico mundial. El advenimiento de la Nouvelle Vague a finales de los cincuenta, desubicó totalmente al cine de Clouzot, un autor demasiado moderno para ser considerado miembro integrante de la vertiente clásica del cine francés, pero a la vez demasiado clásico para ser venerado por la parte más rupturista del nuevo movimiento que empezaba a surgir.
De este modo, tras el relativo éxito que supuso la cinta judicial La verdad, Clouzot no halló un sitio en el que sentirse cómodo a lo largo de la década de los sesenta, centrando sus esfuerzos en el mundo de la televisión. Sin embargo, quizás motivado por el ambiente de total libertad, quebranto y reconocimiento que los niños mimados de la Nouvelle Vague estaban alcanzando en festivales internacionales y entre la crítica más sesuda, el autor de En legítima defensa decidió poner un broche extraño y para mí de oro a su trayectoria en el séptimo arte con una rareza inclasificable de una modernidad lisérgica que para sí ya quisieran los más vanguardistas del lugar como fue su último largometraje como director filmado en el señalado año de 1968 titulado La prisionera. ¿Fue La prisionera una película que casa con la filmografía de Clouzot o simplemente fue un capricho a modo de grito de existencia que lanzó el bueno de H.G. para avisar a los jóvenes de su poderosa presencia y por tanto para obtener el respeto por su parte que parecía haberse erosionado por la actitud excéntrica de los principales totem del movimiento? En mi opinión, pese a lo anómalo y extravagante de la obra, La prisionera es una pieza monumental que desprende todas las cualidades que hicieron grande al cine de Clouzot. Así, en la misma se advierte esa querencia por mostrar sin tapujos los instintos primarios insertos en la cara oculta del ser humano en lucha por rebasar los obstáculos severos que la decencia y los convencionalismos interponen a su salida, que tanto gustaba reflejar en sus mejores cintas al realizador francés. Igualmente los componentes sádicos presentes en sus guiones así como la decadencia moral de la sociedad francesa que tantos problemas y polémicas arrastraron a lo largo de la carrera a Clouzot , concurren con total destreza y desenvoltura en este episodio final y crepuscular que constituye La prisionera.
En este punto de la reseña un lector podría preguntarse…¿De qué va la película? Mi respuesta es que esta pregunta no es realmente importante para disfrutar en plenitud de una obra tan compleja, hetedoroxa y disidente de la línea clásica de narración como es esta película en cuestión. A modo de pequeña pincelada podríamos resumir el argumento del film como una especie de epopeya que sentirá en sus carnes la ingenua esposa de un artista de escaso éxito y anhelante apetito sexual hacia el género femenino a espaldas de su desconfiada esposa, tras conocer en una exposición organizada por ese segmento bohemio y decaído de la sociedad que conforman los culturetas adoradores del arte abstracto y la modernidad, a un retraído y frívolo fotógrafo que bajo el disfraz de ser un tímido profesional de la fotografía interesado por retratar temas y figuras tediosas y sin sentido, esconde una personalidad sádica y glacial, provocada por el excesivo control ejercido sobre su persona por su estricta madre recientemente fallecida, hecho que ha incitado la aparición en su ser de un odio visceral hacia el género femenino así como una afinidad primaria hacia las artes del Marqués de Sade y hacia el universo de la perversión y prostitución femenina. Así, tras acudir a su apartamento, la confiada y aburrida vida de esta mujer tornará en un incendio de seducción y deseo provocado por las sucias maquinaciones y obsesiones del fotógrafo, hecho que arrastrará a la misma hacia una espiral de amor enfermizo propenso a la experimentación sádica, a pesar de la impotencia sexual y frialdad que ostenta el todavía virgen autor fotográfico.
El hilo argumental del film se teje a través de pequeños retazos que a modo de escenas irán conectando la inconexa trama que conforma la estructura de la cinta. A Clouzot no le interesa para nada que el espectador se siente cómodamente a contemplar su obra sin necesidad de ejercitar la mente. Al contrario, el galo anida a lo largo del metraje toda una serie de argucias y trampas conceptuales con la intención de incomodar y perturbar la adoctrinada mente del espectador medio habituado a visualizar obras en las que la narración carece de las brechas y fisuras ideadas por el director de El misterio de Picasso. En este sentido, la historia se irá torciendo mostrando como la inocente personalidad de la protagonista va oxidándose conforme incrementa su conexión espiritual con ese ente de maldad y odio que interpreta con una frialdad que acongoja el magnífico actor francés Laurent Terzieff, el cual dibuja con su mirada repleta de resentimiento y maldad uno de esos personajes que quedan grabados en la memoria del espectador. Las interrelaciones amorosas convencionales brillan por su ausencia, de modo que las aventuras extra-maritales protagonizadas por el infiel marido de la protagonista serán aceptadas por su cónyuge con total naturalidad al igual que la extraña relación que se establecerá entre los dos personajes que centran la atención de Clouzot, relación marcada por la presencia de un amor obsesivo no del todo correspondido que únicamente consumará la pasión en un escaso encuentro dibujado maravillosamente a modo de metáfora por el francés mostrando a la pareja en medio de unas rocas rotas por la rompedura de las olas de un bravo y erótico mar que a imagen de un doliente semen fotografiará la pasión en segundo plano.
El choque de pasiones malsanas y de instintos primarios sobrevenido a lo largo de la fábula será culminado por Clouzot con una explosión de violencia y fogosidad latente que pondrán la guinda al pastel cocinado de un modo apóstata e iconoclasta por el viejo maestro, que para su despedida del cine evitó cualquier referencia al suspense y la intriga que etiquetó su estampa a ojos de la crítica cinematográfica, encuadrando este adiós con una escena de talante lisérgico y alucinógeno en la que Clouzot empleó los trucos fotográficos de vanguardia de la época sesentera recreando una especie de collage luminoso que recuerda a la escena del agujero negro del 2001 de Kubrick, sin duda una perfecta carta de despedida del cine de un cineasta singular e independiente que a día de hoy sigue siendo identificado con el calificativo del Hitchcock francés. Un pequeño repaso a su filmografía bastará para tumbar este apodo, y así sacar a la luz al verdadero espejo de Clouzot: la de un autor sin parangón de la historia del cine.
Todo modo de amor al cine.