La desaparición de Eleanor Rigby es una película que cuenta con múltiples particularidades de diversos géneros. La más evidente es la de cinta romántica vestida de dramatismo, esta clase de película que ahonda en las relaciones amorosas desde un punto de vista trascendental. En segundo término, aunque no por ello menos importante, tenemos la historia de una pérdida, a saber, la muerte de un hijo. Por último nos encontramos ante una particularidad que no responde al argumento de la cinta, sino a su formato: la opera prima de Ned Benson es en realidad el remontaje de un díptico, consistente en la disección de una misma historia desde dos puntos de vista (el de él y el de ella). Se trata de una apuesta arriesgada, pues si en el díptico original nos encontrábamos ante dos películas orientadas cada una a exponer un único punto de vista, ahora tenemos un producto dispuesto a plasmar ambas perspectivas, sumando, además, este tercer concepto: el de la película surgida de la unión de dos relatos.
A falta de haber visto el producto original (es decir, las dos películas que dieron lugar a esta tercera), centrémonos en los resultados. No es difícil imaginar a la compañía Weinstein descubriendo La desaparición de Eleanor Rigby (en su estado original) y viendo en ella la posibilidad de trasladar al terreno comercial un tipo de cine hasta ahora visto en el terreno independiente (con cintas, por poner algunos ejemplos, como Blue Valentine o Two Lovers), como ya hicieran en los años noventa con otros géneros. Tampoco es difícil imaginar a la misma compañía ejecutando su clásico tijeretazo, con el fin de convertir en producto comercial una cinta de autor (probablemente en sus inicios lo fuera). Si bien este proceso dio buen resultado en casos como Cinema paraíso, Juego de lágrimas o Mi pie izquierdo, en el caso presente no parece funcionar tan bien. Pues el resultado es una película cuyo montaje, claramente al servicio de la galería, parece confundir sutilidad con intrascendencia.
Llegados a la mitad del metraje, uno tiene la sensación de que las secuencias se suceden unas a otras al más puro estilo académico: causa y efecto una y otra vez, con todo el empeño para hacernos entender lo sucedido, sí… pero sin llegar a plasmar ninguna emoción. El sufrimiento que conlleva perder a un hijo, por ejemplo, es algo que la película da por supuesto. En ningún momento se nos ofrece la posibilidad de descubrir cómo afecta este terrible suceso en las emociones de los personajes. Todo lo que vemos son acciones que, en el mejor de los casos, nos dan una pequeña pista. Endiéndaseme: lo que hecho en falta no es el regocijo ni la recreación, sencillamente la posibilidad de descubrir cual es el estado emocional de los protagonistas. Esta carencia de proximidad hacia el apartado emocional hace evidente la presencia de la cuarta pared, creando en el espectador serias dificultades para olvidar que todo lo visto es solo una película. Finalmente uno acaba por tener la sensación de redundancia.
Probemos suerte con las tres posibilidades. Entendiendo esta cinta como un drama romántico, tenemos una película que plantea una disputa de pareja motivada por una tragedia con la que nunca llegamos a conectar (por los motivos anteriormente expuestos). Ni que decir tiene, pues, que la película difícilmente puede ser tomada como un drama familiar cuyo motor principal sea esta pérdida (pues nos encontraríamos ante un motor que ni siquiera llega a arrancar). Viendo, pues, que la película de Ned Benson no funciona como drama romántico ni tampoco como tragedia familiar, y teniendo en cuenta que el producto original no se exhibirá en las salas comerciales, ya poco importa la función que esta pueda desempeñar en tanto que resumen del díptico inicial. De modo que lo que nos queda es una película que funciona sólo a medio gas, que en el mejor de los casos ni ofende ni molesta de ver, pero cuyo contenido es francamente escaso.