Los tiempos han cambiado, y lo han hecho en el mejor de los casos para mal. Una sensación que se ha ido transmitiendo en cierto modo al cine español, y que más allá de los intentos por desmarcarse de los géneros predominantes en nuestro país, ha cobrado fuerza en un ámbito social a través del cual ha alcanzado perspectivas para todos los gustos, dejando un reguero de cineastas —más allá de los Aranoa, Lemcke y demás— interesados en mostrar su perspectiva viniesen del terreno que viniesen.
En el caso de David Marqués, el cineasta ha sabido tejer su propio universo en cintas tan personales como Aislados, donde no faltaban consideraciones acerca de temáticas bien diversas, fuese dirigido o no el enfoque en esa dirección. Ahora, y tras uno de sus títulos fallidos, algo así como su traslación (o, por lo menos, lo más cercano que ha hecho) al cine comercial con En fuera de juego, el cineasta está de vuelta con una obra que sí decide embarcarse en ese contexto social, aunque lo hace huyendo de juicios y empleando ese marco para describir más bien las relaciones y situaciones que se trazan entorno a él.
Para ello decide seguir a Pasca, un muchacho que intenta sobrevivir ejerciendo como sparring para así salir adelante y poder cuidar a su hermano minusválido en condiciones, y el vínculo que trazará con Adela, una profesora de colegio a la que conocerá casualmente y con la que tendrá un idilio siempre interrumpido por el entorno de Pasca, que además de estar a cargo de su hermano, también lidia con la difícil situación de un amigo ex-boxeador sin trabajo que no sabe controlar su adicción a la bebida y, por si ello fuera poco, no puede volver a ejercer la que un día fuera su profesión.
Sostener un microcosmos tan particular requiere como mínimo personajes bien perfilados y diálogos que sirvan como eje para desarrollar esas relaciones. Además de ello, Marqués cuenta con un elenco que termina por sorprender, y es que la decisión de otorgar a Hugo Silva un papel protagonista como ese podía traer cola, pero el actor lo sostiene tan bien como mantiene el «feeling» con su pareja en pantalla, una Megan Montaner que ofrece una inesperada y magnética actuación a través de otro personaje que no se antoja fácil de manejar, especialmente por su predilección a la verborrea.
Sin grandes hallazgos a nivel formal, pues la obra se arma más bien describiendo al detalle ese contexto en el que les ha tocado convivir a sus personajes, Dioses y perros sorprende porque decide no acercarse a lo obvio, hacer uso de un humor (tirando a negro) que ayuda en parte a sustentar esa descripción trazada, y por un relato que no se complica en exceso la vida y sabe resolver casi todos sus momentos, añadiendo incluso pequeños detalles que sirven para continuar configurando unos personajes no siempre fáciles de comprender.
Aunque Dioses y perros no termine cayendo en saco roto, ya que como mínimo resulta interesante y (hasta cierto punto) bien ejecutada, todo queda a expensas de un último acto que fracasa por la poca verosimilitud con que es presentado o, mejor dicho, por la excesiva celeridad con que se resuelve una cinta ante la que uno se preguntará si podría haber llegado más lejos de tener una conclusión más meditada, que si bien sirve para cerrar con decencia la cinta, quizá falla por desmarcarse de lo anteriormente mostrado (sin necesariamente salir de ese marco) y tener poco pulso, aunque Dioses y perros no deje de ser una curiosa y ciertamente aprovechable.
Larga vida a la nueva carne.